En
términos estratégicos podemos especular estableciendo que el origen del
sindicalismo de negocios respondió a fines utilitarios. Es decir, formas
organizativas nacidas desde el “instinto de preservación” que la cúpula
dirigencia activó a partir del avance que la alianza conformada por un sector
de la burguesía y el Estado acordaron sobre los trabajadores. El mismo tuvo
como objetivo el aumento de la productividad estableciendo criterios racionales
en el desarrollo del proceso productivo que significaron una desregulación de
las condiciones de trabajo procurando su precarización y flexibilización. En
estas condiciones, la salud de la organización sindical y de su grupo dirigente
comenzó a depender del “martirio” de los trabajadores. La venta de servicios se
estipuló en el único sostén del vínculo entre los dirigentes y una masa de afiliados
desmovilizados y cautivos del incipiente
sistema. Básicamente, este mecanismo gravitó en el control que el sindicato comenzó
a ejercer sobre las obras sociales que determinó una transferencia obligatoria
de una fracción del salario. Este modelo que se consolidó en plena
correspondencia con la lógica empresarial que iba impregnando a la sociedad y
sus instituciones fomentaba la competencia entre las distintas obras sociales
por sumar afiliados generando una selección de acuerdo a las leyes del mercado de
aquellas más competentes, desde el aparente beneficio de la “libertad de
opción” que gozan los trabajadores. A esto, debemos sumar que el proceso de
desindustrialización instalado en la Argentina en las últimas tres décadas del
siglo XX terminó justificando esta fuente de recursos desanclada de la
producción. Al mismo tiempo, hizo modificar las relaciones de fuerza dentro de
movimiento obrero, relegando a los sindicatos industriales de los lugares de
peso para ser ocupados por los de servicios. La cúpula dirigencial evolucionó
en este sentido. Este régimen del cual podemos rastrear sus orígenes en el
vandorismo y la regulación de
asociaciones y de obras sociales formulada por la dictadura de Onganía[1],
marco legal del sistema, no solo generó la posibilidad a las organizaciones de
autofinanciarse por fuera de la esfera productiva, fomentó además una vía de financiamiento a la política en
forma de aportes a campañas de candidatos dispuestos a preservar el status quo.
Con todo, el cuestionamiento que podamos hacerle a este mecanismo, cuanto menos
infructuoso, no puede evitarnos observar que el mismo no es ajeno a la manera
que la sustancialidad de los social adquiere dimensión institucional. Concretamente,
la manera en que se reorganiza la sociedad y sus instituciones son
construcciones que emanan de concepciones hegemónicas, y por lo tanto
históricas.