En
términos estratégicos podemos especular estableciendo que el origen del
sindicalismo de negocios respondió a fines utilitarios. Es decir, formas
organizativas nacidas desde el “instinto de preservación” que la cúpula
dirigencia activó a partir del avance que la alianza conformada por un sector
de la burguesía y el Estado acordaron sobre los trabajadores. El mismo tuvo
como objetivo el aumento de la productividad estableciendo criterios racionales
en el desarrollo del proceso productivo que significaron una desregulación de
las condiciones de trabajo procurando su precarización y flexibilización. En
estas condiciones, la salud de la organización sindical y de su grupo dirigente
comenzó a depender del “martirio” de los trabajadores. La venta de servicios se
estipuló en el único sostén del vínculo entre los dirigentes y una masa de afiliados
desmovilizados y cautivos del incipiente
sistema. Básicamente, este mecanismo gravitó en el control que el sindicato comenzó
a ejercer sobre las obras sociales que determinó una transferencia obligatoria
de una fracción del salario. Este modelo que se consolidó en plena
correspondencia con la lógica empresarial que iba impregnando a la sociedad y
sus instituciones fomentaba la competencia entre las distintas obras sociales
por sumar afiliados generando una selección de acuerdo a las leyes del mercado de
aquellas más competentes, desde el aparente beneficio de la “libertad de
opción” que gozan los trabajadores. A esto, debemos sumar que el proceso de
desindustrialización instalado en la Argentina en las últimas tres décadas del
siglo XX terminó justificando esta fuente de recursos desanclada de la
producción. Al mismo tiempo, hizo modificar las relaciones de fuerza dentro de
movimiento obrero, relegando a los sindicatos industriales de los lugares de
peso para ser ocupados por los de servicios. La cúpula dirigencial evolucionó
en este sentido. Este régimen del cual podemos rastrear sus orígenes en el
vandorismo y la regulación de
asociaciones y de obras sociales formulada por la dictadura de Onganía[1],
marco legal del sistema, no solo generó la posibilidad a las organizaciones de
autofinanciarse por fuera de la esfera productiva, fomentó además una vía de financiamiento a la política en
forma de aportes a campañas de candidatos dispuestos a preservar el status quo.
Con todo, el cuestionamiento que podamos hacerle a este mecanismo, cuanto menos
infructuoso, no puede evitarnos observar que el mismo no es ajeno a la manera
que la sustancialidad de los social adquiere dimensión institucional. Concretamente,
la manera en que se reorganiza la sociedad y sus instituciones son
construcciones que emanan de concepciones hegemónicas, y por lo tanto
históricas.
Aquellos
que presagiaban la mutación del sindicalismo empresarial post 2001 se
equivocaron. El modelo no solo continuó gozando de buena salud sino que se
consolidó como uno de los pilares políticos en el cual se apoyó en buena medida
la estabilidad de los gobiernos. La fortaleza de esta dinámica en el presente
ha motivado una problematización acerca de su funcionalidad y por consiguiente,
de las supervivencias enraizadas en lo social vinculadas a su origen.
En esta realidad,
se volvió a avivar en el ámbito académico la relegada discusión sobre la
formación y reproducción de un tipo de dirigencia sindical, en quien descansa el
destino de la organización. La categoría burocracia sindical acuñada por las
tempranas reflexiones marxistas, adquirió una presencia insoslayable en los
estudios vinculados a las relaciones establecidas entre el Estado y el movimiento obrero, transformándose en muchos
casos en objeto de estudio en sí mismo. El debate que pareció estar agotado
comenzó a nutrirse nuevamente desde la inquietud que genera el desciframiento
de la complejidad del presente. Este trabajo se propone dos objetivos. Primero,
reponer algunos aportes historiográficos de diversas corrientes que conceptualizaron
elementos correspondientes al estudio de
su formación. El criterio abordado en este caso estará relacionado con la
posibilidad de repensar la noción de burocracia sindical y bases como
realidades contrapuestas y en conflicto. Por último, intentaremos esbozar
algunas aproximaciones que consideramos centrales para comprender su proceso
formativo desde mediados de los años ´30 y su posterior consolidación con el
primer peronismo. Entendemos que el poder de la clase obrera durante el
gobierno peronista no solo se apoyó en lo político-ideológico, sino que derivó
de una confluencia de factores entre los cuales se encuentra la burocratización
de las organizaciones sindicales. Justificamos este ejercicio en la
subsistencia de lo que consideramos ciertas marcas de origen que permanecen
indelebles hasta nuestros días.
Escisión e
imbricación. Burocracia y bases sindicales en perspectiva historiográfica
Como
adelantamos, la categoría burocracia sindical suscitó una constante
preocupación historiográfica cuya correspondencia en el ámbito local supo
recoger factores específicos que atravesaron nuestro devenir. El rasgo más visible
de estos estudios denominados clásicos por su vigencia y por ser base de nuevas
investigaciones focalizadas en las vinculaciones entre clase obrera,
organizaciones y sociedad, es que
independientemente del enfoque adoptado, han realizado contribuciones que nos posibilitan
aproximarnos a un problema cuya esencia es su inacabada conceptualización.
Analizaremos ahora alguna de ellas.
Desde un enfoque
que podríamos denominar sociológico, el origen de la burocracia sindical a
mediados de la década del ´30 correspondió al proceso de burocratización de la
sociedad que hizo emerger en el mundo del trabajo una modalidad de dirigentes con
funciones ejecutivas en sintonía con las nuevas necesidades organizativas que
adquiría el sindicato. En clave weberiana, se ubica a este completando un proceso
de institucionalización que posibilitó su integración al Estado mimetizándose
con su organicidad. De esta forma, ha sido el primer peronismo la plataforma que permitió el
desarrollo de la burocracia sindical desde
el impulso de un crecimiento
cuantitativo y cualitativo de las organizaciones, imprimiéndole características
esenciales a este grupo dirigente. Otro aspecto en que se han detenido estos
análisis ha sido la diferenciación que éste grupo detenta con respecto a sus
afiliados. Así, a una diferenciación política relacionada a los lugares de
decisión se le anuda una diferenciación sociológica dada por el control de la
información y los recursos de la organización. Por su parte, cobra centralidad en
este tipo de producciones las relaciones entre las organizaciones sindicales y
el Estado peronista bajo la tensión autonomía/verticalismo, introduciendo la cuestión de la representación
y la erosión de los procedimientos democráticos en la toma de decisiones. Frente
a una creciente ejecutivización de funciones, las prácticas democráticas
quedarán delimitadas a las bases. Además, serán los delegados de fábrica
y las comisiones internas el amperímetro de la conflictividad por su capacidad
de movilizar a los trabajadores en el propio ámbito productivo. Resultan
importantes los aportes realizados en este sentido de Juan Carlos Torre[2],
Louis Doyon[3] y Hugo
del Campo[4].
El arco
marxista con sus diversas vertientes se ha mostrado prolifero al abordar la
cuestión. Podríamos decir que tanto para ortodoxos como para revisionistas, la
burocracia sindical queda definida en relación a una conciencia revolucionaria
y su contenido democrático que se espera de la clase obrera. La presencia de
una cúpula dirigencial desclasada o parcialmente desclasada en plena
identificación con el proyecto burgués, cuya esencia descansa en la extensión y
la perpetuidad de la organización industrial en todo los órdenes sociales,
supone un desvío de los genuinos intereses de clase. El compromiso reformista de los dirigentes es el que termina por
transformar al sindicato en un apéndice del estado burgués y su fortaleza dependerá
de la destreza que detente para disciplinar y desmovilizar a las bases. Los
matices vertidos por las distintas interpretaciones del marxismo, no han hecho variar decisivamente esta premisa
general. Si para el leninismo la burocracia sindical transformó al sindicato en
una estructura homogénea de dominación, para el trotskismo este comportamiento
burgués puede erradicarse a partir de la movilización y cohesión alcanzadas por
la gimnasia revolucionaria que supone el ejercicio de la huelga reivindicativa,
y por el rol preeminente del partido en dilucidar la conciencia en la clase
obrera y reorientar el conflicto transfiriéndole un contenido revolucionario. Las investigaciones fundamentadas en esta
corriente gozan de una relativa presencia en la actualidad, destacándose Hernán
Camarero[5]
con sus trabajos sobre el Partido Comunista y su incidencia sobre la
formulación del modelo sindical moderno durante la década del ´30. Por otro
lado, la llamada izquierda nacional de filiación peronista de fuerte arraigo durante
los inicios de los ´70, también se ocupó del tema. En este caso y muy en
correspondencia con la realidad política del momento, sobresalen producciones
generadas por intelectuales de débil pertenencia al ámbito académico pero con
una fuerte ascendencia sobre él. Ha sido Rodolfo Walsh[6]
quien mejor plasmó una visión compartida desde el ensayo periodístico y la
realidad ficcionada donde subyace la idea de “traición” de una dirigencia desclasada
hacia el movimiento peronista, considerado auténtico reservorio de valores
emancipatorios de los trabajadores. Si bien la misma parece configurar un
modelo sustentado más en el idealismo que en la crudeza de los acontecimientos,
debemos destacar su fuerte presencia en el imaginario colectivo. Más allá de
estas formulaciones debemos señalar que el desarrollo en que se encuentran los estudios
actuales marca la imposibilidad de sostener la noción de una casta dirigencial escindida
de los intereses de los trabajadores y sin sustento alguno de las bases.
Antonio
Gramsci fue uno de los primeros intelectuales vinculados al Partido Comunista
en hacer visible que la dirección del sindicato no era el único componente de
la organización. Gramsci instaló en el mapa el potencial de las bases en frente
al reformismo de la cúpula. Las comisiones internas y los consejos de fábrica
italianos constituían para él verdaderos órganos de poder obrero al vehiculizar
la emancipación de una clase “adormecida” por la telaraña burocrática. Resulta
trascendente la noción de hegemonía como clave interpretativa para medir la interacción
hacia el interior de la organización. La misma, es reconocida como un terreno en
disputa donde el sentido común burgués que opera en la vocación reformista de
la burocracia se halla en conflicto con un proyecto obrero alternativo que
experimentan las bases. La orientación que adquiera estará sujeta al balance
entre estas dos tendencias[7].
Sin embargo, la cuestión no fue recepcionada
por los “gramscianos argentinos”[8],
que atravesados por un espíritu de época y en sintonía con la renovación
intelectual del marxismo con epicentro en el Partido Comunista italiano, se
mostraron más proclives a analizar el tejido de la dominación capitalista en torno
a las recomposiciones sociales y el Estado, y la potencialidad revolucionaria
de los movimientos tercermundistas, en particular del clasismo cordobés de
finales delos ´60.
Finalmente
nos referiremos a los análisis elaborados por el historiador británico Daniel
James[9].
Sus estudios han abierto una perspectiva superadora sobre la relación entre la
burocracia y las bases. James se aparta de la noción de verticalidad para
fundamentar una imbricación por la cual, más que un manejo desde arriba por
parte de las direcciones sindicales lo que operó fue una comunión derivada de
las condiciones específicas que determinaban la acción. Con base en importantes
aportes realizados por Richard Hyman sobre los obstáculos y las posibilidades
de las organizaciones sindicales inglesas para impulsar procesos
revolucionarios, y apoyado en marco conceptual anclado en el marxismo cultural,
el historiador ha analizado la dinámica sindical considerando un periodo que va
desde 1946 hasta 1976. En este sentido, quedan formuladas una serie de
hipótesis de trabajo a saber: la
formación de la clase obrera y la consolidación de sus instituciones al calor
del peronismo, el avance sobre las condiciones de trabajo que habían llevado a
la materialización del poder obrero en el ámbito de producción, el
comportamiento de la organización, su capa dirigencial y las bases frente a los
posteriores intentos de racionalización del proceso productivo impulsados por
la alianza entre la burguesía y el estado, y por último, la integración del
movimiento obrero a nuevas condiciones productivas atravesadas por la
inestabilidad política. En este contexto, lejos de presentarse como formas
polarizadas, bases y burocracia van dando forma a instancias organizativas que
consolidan la estructura sindical, adaptando y a su vez limitando el orden que
la nueva fase del capitalismo ira imponiendo. En esta línea de análisis, Nicolás
Iñigo Carrera[10] ha
abonado la idea de estrategia de la clase obrera, entendiéndola como el camino adoptado a partir
del reconocimiento de un problema dado y los elementos formulados para su
resolución. La estrategia, que se va haciendo visible a partir del desarrollo
lucha, está subordinada al grado de conciencia que detenta la clase. De modo
tal, que resulta más exacto entender que al haber convivencia de distintas
formas de conciencia entre los trabajadores, no existe una única estrategia
sino de estrategias condicionadas por múltiples factores, afrontada por la
fracción de la clase obrera que mejor se
adapte a ellas.
Nos
propusimos acotar este ejercicio de revisión enfocándonos en algunos elementos
que consideramos necesarios para poder problematizarlos. A continuación,
buscaremos integrar algunas argumentaciones dimensionando la cuestión en su real
complejidad.
El papel de la
burocracia en la formación del sindicalismo moderno
La
crisis orgánica de la era liberal del capitalismo llevó a una recomposición de
las pautas de acumulación y la reformulación del bloque hegemónico[11].
Esto dio lugar a una nueva configuración
de las relaciones entre Estado y
sociedad. La otrora sociedad de
individuos propia del liberalismo contractualista mutó hacia una sociedad de
organizaciones. En esta nueva fase de capitalismo organizado, la eficiencia del
poder comenzó a emanar del creciente desarrollo de la racionalidad técnica, su
incorporación al aparato del estatal y el avance hacia toda la sociedad. El
estado se constituyó en salvaguarda de la crisis poniéndose a la cabeza de un
proceso de transformación en todo los órdenes que hizo reformular su propia estructura
conforme a formas novedosas de articulación entre política, economía y
sociedad. En otras palabras, la burocratización pasó a ser la formulación hegemónica
que adquirió el capitalismo moderno. En esta realidad, la sociedad va
reconfigurándose como reflejo de la transformación que el estado experimenta
hacia una organización racional de empresa, es decir hacia una planeación
centralizada[12]. Sin
embargo, aunque las nuevas condiciones de hegemonía no se vieron comprometidas,
debemos decir que no constituyó un proceso pasivo. De acuerdo con Raymond Williams “la hegemonía
no existe de modo pasivo como una forma de dominación. Debe ser continuamente
renovada, recreada, defendida y modificada. Asimismo, es continuamente
resistida, limitada, alterada y desafiada por presiones que de ningún modo le
son propias” (…) puede argumentarse persuasivamente que todas o casi todas las
iniciativas y contribuciones aun cuando asuman configuraciones manifestaciones
alternativas o de oposición, en la práctica se hallan vinculadas a lo
hegemónico”[13]. Apoyamos
la hipótesis de que en el mundo del trabajo y sus instituciones, pudieron eventualmente
configurarse espacios alternativos que coexistieron, tensionaron y limitaron
las tendencias de organización dominantes sin que estas se vieran comprometidas.
Observaremos como se dio esta dinámica a la luz de los acontecimientos.
El sindicalismo
comenzó a permeabilizar estas formas organizativas que iban instalándose en forma
general. La gradual institucionalización de la negociación colectiva, el
creciente intervencionismo estatal y las direcciones sindicales menos
combativas y más propensas a lidiar y
concertar con la patronal, dieron forma a mediados de la década del ´30, a una
modernización de la organización. Es innegable la influencia del comunismo al
respecto a pesar de no ser la vertiente
dominante dentro del movimiento obrero. Su presencia dentro de los nuevos
gremios industriales y el impacto de la variación de estrategia clases contra clase a la de frente popular por parte del Comintern configuraron un nuevo
escenario que se mostró proclive a la incorporación de las nuevas tendencias. Esta
influencia decisiva en la configuración y desarrollo del sindicalismo moderno
ha sido estudiada por Hernán Camarero. De acuerdo con el autor, en los gremios
comunistas se dio una forma de organización de masas moderna, abierta y compleja,
que adoptó distintas funciones como el mutualismo, la salud, la educación, y la
recreación. Además, eran organizaciones dispuestas a pugnar y a acordar con la
patronal y con un Estado que mostraba una nueva vocación intervencionista.
Desde entonces, los gremios vinculados al PC se volvieron más pragmáticos y
permeables al proceso de institucionalización que iba adquiriendo a partir de
la relación con el Estado[14].
Surge de esta forma el modelo de sindicalismo industrial caracterizado por la
conformación de un sindicato único por rama de actividad, centralizado en la
Buenos Aires (dónde se nucleaba casi el 70 % de la actividad económica) y
nucleados en una central. Debemos considerar que esta reformulación se hallaba
en correspondencia con una visión compartida entre el Estado y la dirigencia
sindical en torno a la homogenización de la negociación colectiva.
De este
modo, la lucha de clases dejaba de ser el único horizonte posible para la clase
obrera. La institucionalización de las negociaciones entre el trabajo y el
capital introdujo una creciente burocratización hacia el interior del sindicato
que hizo más marcada la diferenciación social entre la cúpula dirigencial, los órganos
de base y los trabajadores. Emerge de esta forma una burocracia con funciones
ejecutivas que justifica su existencia en la complejidad que va ganando la
negociación colectiva. De perfil técnico, diestros en el uso de la palabra, el
manejo de la información y la redistribución de recursos materiales de la
organización, esta nueva dirigencia profesional se irá imponiendo a aquella intransigente,
abnegada y combativa. De la misma manera, el sindicato gana en centralización y
ejecutivización de sus decisiones, multiplicando los diques de mediación. Se
vuelve una estructura capilar, con una fisonomía mejor preparada para la
negociación y con mayores posibilidades de canalización y encausamiento del
conflicto. Indefectiblemente, el proceso de toma de decisiones en forma
colectiva se vio jaqueado. Como
sostienen Pablo Ghigliani y Alejandro Belkin “ la cuestión más bien reside en
que las organizaciones hipercentralizadas, los liderazgos substitutivos y los
mecanismos de toma de decisión restrictivos y esporádicos limitan objetivamente
la definición colectiva de intereses y demandas que vayan contra las
estructuras y expectativas de la negociación colectiva y los modos públicamente
autorizados de la administración del conflicto. Y reside también en la
existencia de poderosas presiones materiales e institucionales para que
prevalezcan este tipo de organizaciones, liderazgos y mecanismos”[15].
Cabe preguntarse si pueden surgir liderazgos alternativos en momentos que estos
mecanismos normalizados se vieran eventualmente trastocados precisamente por
los condicionantes materiales, y si es así, sobre las características que permiten
reconocerlos como alternativos.
Camarero
fue el primero en hacer notar la presencia de comisiones internas en la
agremiación comunista[16]. Este órgano de base que asumía la
representación obrera en la fábrica, se posicionaba como el interlocutor válido
frente a la patronal realizando el planteo de reivindicaciones y el control del
cumplimiento de lo convenido. Su consolidación fue alimentada a partir de una percepción
compartida por la capa dirigencial y los obreros de ser un instrumento que
posibilitaba la conquista de mejoras en las condiciones de trabajo. El poder
que iba ganando este órgano quedaba en evidencia por la resistencia de la patronal,
que en última instancia deseaba transformarlas en otro contralor del proceso
productivo. En un contexto donde el comunismo experimentaba la persecución de
sus militantes y el ataque a sus organizaciones, el pedido de reconocimiento
por parte de los sindicatos al Estado y los empresarios no podía ser afrontado
de otra manera que no sea una conjunción de fuerzas para lograr eficacia en los
despidos, persecución y detenciones de sus miembros. Ahora bien, más allá de la
ausencia de una regulación al respecto, existió cierto reconocimiento estatal
de hecho a partir de ser aceptadas y recibidas como interlocutores válidos en
las negociaciones colectivas. A medida
que el sindicato fue afianzando su poder, el control de las condiciones de
trabajo, la representación de los obreros frente a la patronal y la vigilancia
de lo firmado en los convenios colectivos quedaron establecidas como funciones
primordiales de las comisiones internas[17].
Asimismo, y no menos importante, descansaba en ellas y los delegados el poder
de agremiación del sindicato y su capacidad de movilización. Vinculadas a formas
asamblearias, suele tomarse a las comisiones internas como reservorio de la
democracia y la conciencia de clase frente los intereses propios de la
burocracia. Nos parece que esta especulación merece tomarse con cierto cuidado
y ser discutida más profundamente superando todo tipo de abstracciones. Es
verdad, que el proceso de burocratización se topó con ciertos límites y debió
preservar espacios de participación democrática en los cuales se viera
legitimado el funcionamiento de la organización[18].
Sin embargo, esto no aconteció de manera
lineal. Observamos que también en esta instancia las funciones adquiridas les transfirieron
a sus miembros privilegios y poderes que los hicieron diferenciar del resto de
los trabajadores. En este sentido, debemos pensar que la burocratización
alcanzó a toda la organización sindical. Como sostiene Victoria Basualdo, “el
peligro de la burocratización, es decir de la separación de los representantes
respecto de sus bases, y de la constitución de una casta de intereses propios
distintos de los de sus representados, no amenazo únicamente a los dirigentes
sindicales más altos, sino que se extendió también, aunque de distinta forma, a
los representantes de base”[19]. Además, la asamblea no siempre termina siendo
la campeona de la democracia y a menudo queda delimitada a una abstracción
procedimental vaciada de sustancia. En definitiva, lo que pareció manifestarse en
forma específica dentro de la organización sindical se halla inscripto en un
problema más general reformulado por el advenimiento de la sociedad de masas y
sus instituciones. Nos referimos a la antigua tensión entre el principio
filosófico de la democracia y sus condiciones de institucionalización que emana
de la noción de que el poder del pueblo no puede ejercerse de forma directa en la
modernidad ya que su consistencia depende de la mediatización y organización de
las convenciones que estipulan su representación. La pérdida de sustancia
social, esto es, poder llegar a dar un existencia corpórea a ese pueblo profundizan
la indeterminación de la idea de democracia, al tiempo que exige la
formalización de fuentes que legitimen el compromiso y la revalorización de la
organización y su dirigencia frente a este ideal, salvaguardando así, la
situación precaria en la que se encuentran[20].
Este escenario
que aún se anunciaba débilmente previamente al peronismo, terminó de consolidarse
plenamente con su irrupción. Así, sobrevino una significativa evolución
cuantitativa y cualitativa de los sindicatos impulsada por el Estado de acuerdo
a un modelo de sindicato industrial moderno de incumbencia nacional. Su consolidación
se dio en un marco de confluencia de dos tendencia preexistentes que durante el
peronismo terminaron por aglutinarse, por un lado, la estructura, formas
organizativas y funciones que emanaron de la experiencia comunista, por otro,
el mantenimiento de la prescindencia política propia del sindicalismo
revolucionario que llevaba al movimiento sindical peronista a verse así mismo
como la fuente originaria más preponderante de la nueva fuerza política,
reclamando para sí, una presencia acorde en ella y en el Estado[21].
Por su parte, tras la derrota electoral de 1946, el Partido Comunista disolvió
sus sindicatos impulsando a sus miembros a adherirse al gremialismo peronista
buscando fortalecer el lugar de la CGT. El cambio de su postura intransigente estuvo
determinada por el traspié sufrido en las elecciones y la posible actitud
represiva que desplegaría el nuevo gobierno. Fortalecer y hacer visibles los
rasgos positivos de sus políticas significaba un mantenimiento relativo de la
vertiente dentro de las organizaciones. Los movimientos huelguísticos del
periodo, nos muestran una presencia comunista débil pero suficientemente
perceptible, en los órganos de base y afiliados.
Las
condiciones de institucionalización y burocratización lograda por las
organizaciones se inscribían en un proceso general que involucró a toda la
sociedad. En esta nueva
etapa de comunidad organizada, las fronteras entre el Estado y la sociedad se
volvieron laxas. La tendencia hacia una homogenización se manifestó a partir
de la multiplicación de zonas de
intersección entre ambos. Socialización del estado e intervención en la
sociedad fueron las facetas reconocibles de un único proceso. De esta forma, la
organización del sindicato comenzó a estar mediada por la acción estatal, expandiendo
un modelo que permitía la homogeneización de la negociación y la canalización
del conflicto, en correspondencia con la coyuntura. El gobierno comenzó a dirimir
en la disputa intersindical favoreciendo a direcciones afines y funcionales a
su política. Esta nueva modalidad de intervención planteada en la necesidad de
generar instancias que subordinen los intereses particulares y encauzar el
conflicto en el ámbito productivo, hizo reformular las funciones formales e
informales de la cúpula dirigencial. Su posición quedó comprometida fuertemente
a la capacidad de perpetuar un frágil equilibrio continuamente amenazado por demandas,
muchas veces contrapuestas, impulsadas por el Estado, los empresarios, las
bases y los trabajadores en sintonía con los propios intereses que el grupo iba
desarrollando. Su fuente de legitimidad quedó atada al oficio de mediar,
representar y articular dichas exigencias en escenarios fluctuantes.
A la
luz de los hechos, durante el periodo 1946-1948 de expansión económica y
altísimos niveles de conflictividad, un “compromiso circunstancial” indujo a plasmar
el empoderamiento de la organización sindical hacia “arriba” y hacia “abajo”.
El mismo se amparó en el halo protector de
un Estado proclive a mediar favorablemente en la negociación colectiva y en la aceptación
de los industriales que no vieron reducidos sus niveles de beneficios. Ahora
bien, resulta necesario discutir una interpretación compartida por parte de
algunos estudios clásicos sobre el rol de los sindicatos y la CGT a lo largo
del primer peronismo que, con variación de matices, observan una subordinación
organizativa y política al Poder Ejecutivo y cierta independencia para plantear
y plasmar mejoras del salario y las condiciones laborales[22]. Gustavo
Nicolás Contreras confronta con esta visión tomando como referencia la Ley de
Asociaciones Profesionales de 1945. Si para Perón esta constituía la
oportunidad de desarrollar un proyecto corporativista, para la dirigencia
sindical, era en cambio la opción más firme para unificar al movimiento obrero
e impulsarlo al plano político. Más que una imposición del líder, Contreras observa
un acuerdo que permitió hacer frente a la oposición y a la puja dentro de la
propia fuerza, ya que estructura en sí misma posibilitaba la coexistencia de
distintos contenidos y orientaciones, alejando la posibilidad de convertir al
sindicalismo en una instancia corporativa[23]. Las complejas circunstancias habían
obligado a Perón a abandonar su proyecto aliancista. Más allá del fracaso
laborista, la clase obrera se constituyó
en la base social que sostenía su poder político. Pareciera
más exacto comprender que los vínculos entre la CGT y el gobierno se
fundamentaron en una asociación de mutuos beneficios con posibilidades relativas
de autonomía y no en un verticalismo que impulsaba a la organización a
transformarse en una agencia estatal.
Expliquemos porqué sostenemos la idea de un empoderamiento hacia “arriba” y hacia “abajo”
de la clase obrera. Tras el triunfo en las elecciones de 1946, se consumó el
ingreso al Poder Legislativo nacional y de las provincias de diputados y
senadores de extracción sindical. El mismo dependió del arraigo que en los
distintos distritos detentaba el laborismo en relación a las diferentes vertientes
que componían la fuerza electoral. Existió en ellos un acuerdo tácito en cuanto a la forma que adoptó el ingreso,
en especial en las cámaras legislativas. Este no se tradujo en una
representación corporativa, como si pudo existir en los consejos consultivos
dependientes del Ejecutivo. Por el contrario, los legisladores sindicales se
ajustaron a la noción liberal contractualista del parlamento por la cual, el
mismo debía reflejar opiniones y no intereses sectoriales. Ahora bien, de
acuerdo con Mercedes Prol, coexistió en este escenario una identidad
corporativa que se hizo evidente en la forma en que se posicionaron en los
recintos, esto es, la autoproclamación de ser representantes de la clase obrera
arrogando el derecho no solo al cogobierno del Estado y el partido naciente[24],
sino, agregamos, a reclamar una posición de privilegio en este sentido, apoyada
en la idea de autoreferenciarse como fuente de mayor legitimidad dentro del
movimiento peronista. Definitivamente, la burocracia sindical se vio en
condiciones de acudir a este designio. Como reflejo y en paralelo podemos decir que algo parecido ha sucedido en
las bases. Diego Ceruso y Marcos Shiavi sostienen que durante el primer
peronismo las comisiones internas sufrieron una masificación viendo
reconfiguradas sus funciones al punto de transformándose en verdaderos órganos
de poder obrero en la fábrica. A fuerza de
sucesivos triunfos en la negociación colectiva no solo alcanzaron la reglamentación
de sus funciones, sino que dependiendo del posicionamiento del sindicato, pudieron
intervenir en ciertos mecanismos que hicieron desplazar a la patronal del
control del proceso productivo[25]. Sin embargo, debemos tener cuidado
al plantear un panorama homogénea carente de matices. Si hay algo que demuestra la
conflictividad y la negociación durante el periodo es la variopinta situación
al interior del sindicalismo peronista. El poder de las bases dependió de una
complementación de factores como la fortaleza que detentaba el sindicato para
transformarse en “paraguas” de las demandas, la posición de la rama dentro del
sistema productivo y las características de la producción, la puja
intersindical y la legitimidad que detentaban frente a los trabajadores y la cúpula
cegetista. En suma, solo una conjunción de objetivos y recursos fruto
de la coherencia entre burocracia y bases puede explicar el aprovechamiento de las
inmejorables oportunidades que la realidad le presentaba al movimiento obrero
para el fortalecimiento de sus organizaciones sindicales.
Como dijimos, la fortaleza de la burocracia se halla
supeditada a su capacidad de poder fondear la organización a los escenarios fluctuantes.
Para inicios de la década de 1950, la dirigencia cegetista había logrado cierta
eficiencia en el disciplinamiento interno sin que esto supusiera una obturación
decisiva de la capacidad de movilización de las bases. Prueba de ello, fueron
las eventuales intervenciones a los sindicatos decididos a mantener la ofensiva
dentro de la coyuntura adversa. Por su parte, en medio de un creciente politización,
el gobierno encontró en lo político-doctrinario una fuente importante de argumentos
para deslegitimar cualquier intento reivindicativo. La pauperización de las
condiciones económicas había puesto en evidencia el desanclaje de los salarios
con respecto a los niveles de producción.
El nuevo escenario produjo una
confluencia entre el gobierno y los
empresarios para impulsar una redefinición del proceso productivo a partir de
la racionalización y el aumento de la productividad en las fábricas. Era en
definitiva, aceptar una organización de la producción sobre las “bases
científicas” del taylorismo eliminando el control que los obreros ejercían
sobre esta. Como se hizo evidente en el Congreso de la Productividad de 1954,
se buscaba dar una nueva orientación al modelo de acumulación que permitiera
sortear la coyuntura adversa y asegurase la expansión en una futura favorable. Como
afirma Daniel James, dentro de un panorama político complejo estas intenciones
se vieron obstaculizadas por una fuerte
resistencia del movimiento obrero que no se manifestó en la acción directa sino
en una negativa a cooperar a partir del rechazo del esquema de salarial apoyado
en el incentivo. Los exiguos resultados logrados por los industriales respondieron
a una interrelación de factores. En primer término, los que fundaban el control
obrero en las fábricas: la indefinición de los objetivos de la producción y el
esfuerzo de trabajo, las conquistas consagradas por los convenios colectivos en
cuanto a la reglamentación de las condiciones de trabajo y el poder de los
delegados y las comisiones internas. Por su parte, el gobierno peronista vio
limitada su capacidad de presión por la dependencia cada vez más enérgica con
respecto a la base social de la cual emanaba su poder político, ante la ruptura
de la alianza que había posibilitado consolidar su posición inicialmente.
Finalmente, el discurso de la racionalización y la productividad limitaba la
coherencia de pautas ideológicas centrales en el peronismo, dejando expuesta la
tensión entre la idea de alianza de clases y la experiencia vital en las
fábricas. La identificación sin atenuantes con este discurso hubiese implicado
reconocer no solo la naturaleza partidaria del Estado, sino, algo más espinoso
para la doctrina peronista: la lucha de clases[26]. En
este contexto, fue decisiva la acción de la dirigencia cegetista al dar sustento
factico al plan de Emergencia Económica de 1952. De todas formas, los bajos
niveles de conflictividad no implicaron que en adelante bases y burocracia
desplieguen una estrategia defensiva que permita mantener lo logrado hasta
entonces. De acuerdo a Prol, en momentos en que los empresarios creaban la
Confederación General Económica para fortalecerse en la disputa sectorial, comenzó
a revitalizarse en el Congreso Nacional la identidad corporativa de los
legisladores sindicalistas en aras de contrarrestar el avance empresarial en
medio de un conflicto de clases cada vez más explícito.
El
mejoramiento de las condiciones económicas a comienzos de 1954 y la reapertura
de las negociaciones colectivas llevaron a un nuevo ciclo de conflictos. En los
sindicatos más importantes como la UOM, la presión de las bases hizo
postergar la ofensiva patronal por el aumento de productividad comprometiendo aún más la
posición del gobierno. De acuerdo con Nicolás Ferraro y Marcos Shiavi, el
carácter de la huelga metalúrgica fue tanto económico como político ya que la
imposición de las reivindicaciones de naturaleza económica necesariamente ponían
en jaque la política de conciliación del gobierno y la voluntad de poder del
empresariado[27]. En este contexto, la dirigencia sindical se
mostró vacilante por la disyuntiva que ponía en peligro su legitimidad, por un lado, debía asegurarle a un gobierno
que había hecho mucho por su consolidación la contención de la conflictividad,
por otro, dejar de lado la lucha establecida por las bases significaba traicionar
a estas y a la misma organización. Sin dudas que los altos costos de la
indefinición recayeron sobre el gobierno.
Tras el golpe de 1955, la
clase obrera se vio obligada a replegarse por el avance de la alianza orgánica
conformada por el Estado y los empresarios en aras de imponer la
racionalización del proceso productivo. La Revolución Libertadora procuró
afrontar la cuestión con mayor decisión adoptando una estrategia a dos puntas.
Por un lado, debilitar el poder del movimiento obrero desatando una coerción en
conjunto con los empresarios que combinó despidos masivos, intervención de la
CGT y restricciones en el ejercicio de la representación gremial. Por otro, el
desarrollo de medios legales como el decreto 2.739 que habilitaba a la patronal
al uso de esquemas de incentivo y la firma de acuerdos individuales de
productividad. Sin embargo, los alcances fueron limitados. Si bien se pudieron
eliminar muchas barreras a la productividad, las acciones no se tradujeron en
una forma sistematizada de esquemas de racionalización ni mucho menos en una
renovación integral de los convenios colectivos que haya significado nuevas
pautas de producción a nivel nacional. Luego de la consternación inicial que provocada por la caída de Perón, comenzó a constituirse una red semiclandestina
de comisiones internas, base material de la Resistencia
Peronista, en torno a un
nuevo liderazgo conformado por un nueva generación de militantes con escasa
experiencia gremial que se erigió en el organismo más poderoso de rechazo a la
embestida sobre las condiciones de trabajo en las fábricas como en la ofensiva
antiperonista impulsada por los militares. No hubo otro camino posible para los
trabajadores que apoyarse en ellas[28].
Finalmente fue bajo el gobierno desarrollista que
se produjo en forma contundente el cambio del equilibrio de fuerzas en las
fábricas. El éxito que había sido esquivo a lo largo de la década de los ´50
pudo concretarse a partir de una política sistematizada desarrollada por
Frondizi que hizo evidente la fortaleza que detentaba la alianza entre el
gobierno y la burguesía nacional. El cambio de las condiciones de trabajo y su
reglamentación estuvo focalizado en tres puntos, la introducción de cláusulas
en los convenios colectivos que posibilitaron la implementación de esquemas de
racionalización e incentivos, la flexibilización de las tareas y la eliminación
de obstáculos que dificultaban la movilidad de los trabajadores y la definición
y limitación del poder de los delegados y las comisiones internas. El avance
sobre los delegados y comisiones internas se hizo aplicando criterios formales
y legales. Todo el antiguo campo de acción donde se erigía el poder de las
bases sindicales a partir de su poder de negociación fue cercenado[29].
En este contexto, la burocracia sindical
eligió aceptar los términos de las nuevas condiciones. Como bien observa James,
no hay que ver en esta admisión una traición, por el contrario, existieron
ciertos beneficios que solo podían visualizarse desde la mirada dirigencial.
Las funciones administrativas y de negociación del sindicato no se vieron
comprometidas al aceptar la racionalización. Además, las cláusulas de los
nuevos convenios reconocían beneficios como la maternidad y la antigüedad del
trabajador congeladas desde principios de 1950. Por su parte, la nueva
normativa otorgó a la cúpula dirigencial un control más férreo sobre las bases
eliminando la posibilidad de acciones autónomas. A su vez, en una década signada
por la caída del salario real, la recomposición salarial fue un resorte
importante para la aceptación de las cláusulas de productividad[30].
Creemos que el desarrollo de la lucha a lo largo de la década de 1950 hizo visible
dos estrategias en la clase obrera. Ambas
emanaron de distintas formas de conciencia que se hallaban conviviendo entre
los trabajadores y fueron afrontadas por la fracción mejor posicionada para
interactuar en condiciones específicas[31].
En la situación de proscripción política y anormalidad institucional, fueron
las bases las que desplegaron una estrategia defensiva que permitiera conservar
su poder en la fábrica más a tono con un contenido revolucionario. La posterior
fragmentación y desmovilización que atravesaba el movimiento obrero, marcaron
la subordinación de las bases hacia el reformismo de una burocracia que se puso
al frente de una integración a las nuevas pautas de acumulación salvaguardando la
posición y las funciones de la organización sindical.
Conclusiones
De acuerdo
a lo examinado consideramos que el periodo analizado aportó elementos
constituyentes del sindicalismo moderno en la Argentina. Pensamos que esta idea
se explica en la evolución de su estructura organizativa estimulada por
condiciones materiales fluctuantes, como en la manera que esta se vinculó en la
sociedad ungiendo a la organización de un poder político y económico. Ambas
fueron fundamentos para la consolidación de su cúpula dirigencial como actor de
peso en la realidad nacional.
Partimos desde
mediados de los años ´30, momento en el cual el movimiento obrero comenzó a
permeabilizar formas organizativas que iban ganando la sociedad. La
institucionalización progresiva de la negociación colectiva, el creciente
intervencionismo estatal y las direcciones sindicales menos combativas y proclives
a lidiar y concertar con la patronal, colocaron al sindicalismo comunista al
pie de una modernización de la organización. Luego, sobrevino una significativa
evolución cuantitativa y cualitativa de los sindicatos impulsada por el Estado
de acuerdo a un modelo de sindicato industrial moderno de incumbencia nacional.
Su consolidación se dio en un marco de confluencia de dos tendencia
preexistentes que durante el peronismo terminaron por aglutinarse, por un lado,
la estructura, formas organizativas y funciones que emanaron de la experiencia
comunista, por otro, el mantenimiento de la prescindencia política propia del
sindicalismo revolucionario que llevaba al movimiento sindical peronista a
verse así mismo como la fuente originaria más preponderante de la nueva fuerza
política, reclamando para sí, una presencia acorde en ella y en el Estado.
La
organización el sindical ganó en centralización y ejecutivización de sus
decisiones, multiplicando los diques de mediación. Devino en una organización
capilar, con una estructura mejor preparada para la negociación y con mayores
posibilidades de canalización y encausamiento del conflicto. Irrumpe en ella
una burocracia con funciones ejecutivas que justifica su existencia en la
complejidad que adquiere la negociación colectiva. De perfil técnico, hábiles
en el uso de la palabra, el manejo de la información y la redistribución de
recursos materiales de la organización, esta nueva dirigencia profesional se
irá imponiendo a aquella intransigente, abnegada y combativa. Así, su posición quedó comprometida
fuertemente a la capacidad de perpetuar un frágil equilibrio continuamente
amenazado por demandas, muchas veces contrapuestas, impulsadas por el Estado,
los empresarios, las bases y los trabajadores en sintonía con los propios
intereses que el grupo iba desarrollando. Su fuente de legitimidad quedó atada
al oficio de mediar, representar y articular dichas exigencias en escenarios
fluctuantes.
Durante
el periodo 1946-1948 de expansión económica y altísimos niveles de conflictividad,
un “compromiso circunstancial” indujo a plasmar el empoderamiento de la
organización sindical hacia “arriba” y hacia “abajo”. Solo una
conjunción de objetivos y recursos fruto de la coherencia entre burocracia y
bases pueden explicar el aprovechamiento de las inmejorables oportunidades que
la realidad le presentaba al movimiento obrero para el fortalecimiento de sus
organizaciones sindicales.
La pauperización de las condiciones económicas había puesto en evidencia el desanclaje de los
salarios con respecto a los niveles de producción. La nueva coyuntura hizo confluir al gobierno
y los empresarios en una redefinición del proceso productivo a partir de la
racionalización y el aumento de la productividad en las fábricas. En este
sentido, fue decisiva la acción de la cúpula de la CGT dando sustento factico
al plan de Emergencia Económica de 1952 logrando cierta eficiencia en el
disciplinamiento interno sin que esto supusiera una obturación decisiva de la
capacidad de movilización de las bases.
El mejoramiento de las condiciones económicas a comienzos
de 1954 y la reapertura de las negociaciones colectivas llevaron a un nuevo
ciclo de conflictos. En este contexto, la dirigencia sindical se
mostró vacilante ante una disyuntiva que ponía en peligro su legitimidad, por un lado debía asegurarle a un gobierno
que había hecho mucho por su consolidación la contención de la conflictividad,
por otro, dejar de lado la lucha establecida por las bases significaba traicionar
a estas y a la misma organización. Sin dudas que los altos costos de la
indefinición recayeron sobre el gobierno.
Tras el
golpe de 1955, la clase obrera se vio obligada a replegarse ante el
avance de la alianza orgánica conformada por el Estado y los empresarios en
aras de imponer la racionalización del proceso productivo. Creemos que el desarrollo de la lucha a lo
largo de la década de 1950 hizo visible dos estrategias en la clase obrera.
Entendemos que ambas emanaron de distintas formas de conciencia que se hallaban
conviviendo entre los trabajadores y fueron afrontadas por la fracción mejor
posicionada para interactuar en condiciones específicas. En la situación de
proscripción política y anormalidad institucional, fueron las bases las que
desplegaron una estrategia defensiva que permitiera conservar su poder en la
fábrica más a tono con un contenido revolucionario. La posterior fragmentación
y desmovilización que atravesaba el movimiento obrero, marcaron la
subordinación de las bases hacia el reformismo de una burocracia que se puso al
frente de una integración a las nuevas pautas de acumulación salvaguardando la
posición y las funciones de la organización sindical.
Finalmente,
hemos mostrado como esta modernización no pudo haberse dado sin que la
dirigencia no haya detentado cierta base de legitimidad por parte de sus
representados. En efecto, si bien este grupo desarrolló intereses propios fruto
del lugar de decisión que detenta, entendemos que estos necesariamente debieron
articularse con los del sindicato y los de los trabajadores, conservando a su
vez, cierta correspondencia con las
inquietudes planteadas por Estado y la
burguesía. En este inestable equilibrio sometido a los vaivenes de una compleja
realidad, se vino jugando la vitalidad de la organización sindical y su
burocracia hasta nuestros días.
REFERENCIAS
[1] Con el Decreto
2477/70 de Onganía, la legalidad sindical quedó enmarcada nuevamente en los
grandes sindicatos y federaciones por actividad y, a su vez, con la nueva Ley
18610 de Obras Sociales, el financiamiento para fortalecerlos aumentaría. En
efecto, la nueva ley establecía la obligatoriedad, a los gremios reconocidos
con "personería gremial", de constituir obras sociales para sus
representados y la exigencia de aportes para todo trabajador dependiente de la
actividad correspondiente. De allí que el radicalismo haga dos intentos,
finalmente frustrados, por reformar el mapa sindical y la autonomía de las
obras sociales mediante nuevas legislaciones. Dicha intención se plasmó en el llamado proyecto
de "ley Mucci", presentado por el Poder Ejecutivo en 1983, que
pretendía garantizar una mayor democratización interna de los sindicatos, y en
el "Proyecto Neri", presentado por el Poder Ejecutivo en 1984, que
buscaba unificar el financiamiento del sistema de salud en manos estatales (sin
perjuicio de la persistencia de administraciones descentralizadas) y una mayor
fiscalización en la administración de las obras sociales sindicales. Ambos intentos de regulación no llegaron a
destino y se reconoce como causa principal la oposición de las cúpulas
sindicales. De allí en más, y una vez demostrada la debilidad del gobierno en
este aspecto, el alfonsinismo tendrá que adoptar una postura conciliadora con
respecto al sindicalismo peronista. Más aun, la caída del salario real tras la
ejecución del "Plan Austral" en el año 1986 aumentó el número de huelgas
generales y culminó en la derrota electoral de 1987, en manos de un peronismo
tenazmente apoyado por el gremialismo. De
Fazio, F., Relaciones entre el Estado
y los sindicatos y sus consecuencias en torno al régimen de obras sociales en
Argentina: un análisis histórico-político.http://www.scielo.org.ar/scielo.php?pid=S1851-82652013000300003&script=sci_arttext
[2]Torre J. C., La vieja guardia sindical y Perón. Ediciones ryr, Buenos
Aires, 2011. Torre J. C., Interpretando (una vez más) los orígenes del
peronismo. Desarrollo Económico Vol. 28, No. 112, págs. 525-548,
enero-marzo de 1989.
[3] Doyon, L., El crecimiento sindical bajo el
peronismo. Desarrollo Económico Vol. 15, No. 57, págs. 151-161, junio
de 1975. Doyon, L., La organización del movimiento sindical peronista (1946-1955).
Desarrollo Económico Vol. 24, No. 94, págs. 203-234, julio-septiembre de 1984.
[4] Del Campo, H., Sindicalismo y peronismo: Los comienzos de un vínculo perdurable.
Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
[5] Camarero, H., A la conquista de la clase obrera: Los comunistas y el mundo del
trabajo en la Argentina, 1920-1935. Siglo XXI, Buenos Aires,
2007.
[6] Walsh R., ¿Quién
mató a Rosendo?. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 2003. Véase
también el film Los Traidores (Raymundo Gleyzer 1973)
[7] Haydar, J., Gramsci y los consejos de fábrica.
Discusiones sobre el potencial revolucionario del sindicalismo. Núcleo Básico de Revistas
Científicas Argentinas del CONICET Nº
15, vol. XIV, Santiago del Estero, otoño 2010. http://www.unse.edu.ar/trabajoysociedad/15%20HAIDAR%20Gramsci%20Consejos%20de%20fabrica.pdf
[8] Nos referimos al grupo que nucleaba la revista Pasado y
Presente publicada en
Córdoba, entre los años 1963 y 1965 y, en una segunda época, ocho años después,
dirigida por José María Aricó. Los temas principales versaban sobre la
renovación teórica y cultural del marxismo por aquella época. Estuvo dirigida,
en su primer año de vida, por Oscar del Barco y Aníbal Arcondo, sumándose a partir de su segundo año José María Aricó, Samuel Kieczkovsky, Juan Carlos
Torre, Héctor Schmucler, César Guiñazú, Carlos
Assadourian, Francisco Delich, Luis J. Prieto y Carlos R.
Giordano. Aricó, J. M., La
cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina. Págs. 89-109,
Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
[9] James, D. Racionalización
y respuesta de la clase obrera: contexto y limitaciones de la actividad gremial
en la Argentina. Desarrollo Económico, v. 21, No 83, págs. 321-349, octubre-diciembre de 1981. James, D., Resistencia e
integración: El peronismo y la clase trabajadora argentina, 1946-1976.
Siglo XXI, Buenos Aires, 2006.
[10] Iñigo Carrera, N., La
estrategia de la clase obrera, 1936. Imago Mundi, Buenos Aires, 2014.
[11] Nos apoyamos en la
interpretación del concepto de hegemonía elaborada por Antonio Gramsci.
Gramsci, A., El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce.
Editorial Lautaro, Buenos Aires, 1958.
[12] Portantiero, J. C. Los
usos de Gramsci. Cap. 1 Estado y crisis en el debate de entreguerras. Grijalbo,
Buenos Aires, 1999.
[13] Williams, R., Marxismo y literatura.
Págs. 155-157. Las Cuarenta, Buenos Aires, 2009.
[14]Camarero, H., Apogeo y eclipse de la militancia comunista en el
movimiento obrero argentino de entreguerras. Un examen historiográfico y
algunas líneas de interpretación. En Ulianova
O. (ed.), Redes políticas y
militancias. La historia política está de vuelta, págs. 145-173.
Santiago, Universidad de Santiago de Chile/Ariadna Ediciones, 2009.
[15] Ghigliani, P., Belkin, A., Burocracia
sindical: aportes para una discusión en ciernes. En Nuevo Topo. Revista
de historia y pensamiento crítico, N° 7, págs. 103-116, septiembre-octubre de
2010.
[16] Camarero H., loc. cit.
[17] Ceruso, D., El comunismo argentino y la organización sindical en
el lugar de trabajo. Las comisiones internas en la construcción, los
metalúrgicos y los textiles entre 1936 y 1943. En The International
Newsletter of Communist Studies Online, XVI, Nº 23, Köln, The European Workshop for
Communist Studies and The
Mannheim Centre for European Social Research (MZES), 2010, pp. 69-78. (ISSN 1862-698X).
[18] De acuerdo con J. S. Coleman
“el dirigente sindical puede diferenciar al menos tres fuentes de presión para
hacer que se atenga a las prácticas democráticas en la ejecución de sus
deberes. En orden ascendente, por la urgencia con que se le pide que se les
preste atención, esas fuentes son la dirección (empresaria), ciertos sectores
del público en general y los miembros”. La cita proviene de The
Compulsive Presssures of Democracy in Unionism. American Jounal of Socilogy, pág. 520, 1956, en
Hyman, R., El marxismo y la sociología del sindicalismo. Era, México,
1978.
[19] Basualdo, V., La “burocracia sindical”: aportes
clásicos y nuevas aproximaciones. En Nuevo Topo. Revista de historia y
pensamiento crítico, N° 7, pág. 21, septiembre-octubre de 2010.
[20] Como sostiene Mercedes Prol, el
sentido de lo político y su práctica en el peronismo clásico trascendió formas
específicas de liderazgo y estuvieron atravesadas por un espíritu de época que
hizo convivir decisionismo, soberanía de la nación confundida con la del pueblo
y homogeneidad política del Estado, que tensionaron la concepción liberal de
republicanismo. Prol M., Los
legisladores sindicales peronistas. Entre la práctica partidaria, la
corporativa y la legislativa, 1946-1955.
PolHis. Revista del Programa Interuniversitario de Historia Política, Nº 7,
2011. Sin embargo, debemos tener en cuenta su inscripción en lo que para Pierre
Rozanvallon es una contradicción estructural entre el principio político y el principio sociológico de la democracia. El
principio político consagra el poder de un sujeto colectivo cuya consistencia
tiende a ser disuelta por el principio sociológico que reduce su visibilidad.
Es la construcción jurídica del individuo la que implica rechazar como arcaica
e insostenible toda aprehensión sustancial de lo social. A causa de ello, la
sociedad democrática implica una negación radical de toda organización, una
crítica permanente a las instituciones que podrían encadenar a los hombres a su
naturaleza, y ésa los vuelve dependientes de un poder exterior a ellos.
Rozanvallon, P., El Pueblo Inalcanzable. Historia de la representación democrática en
Francia. Instituto Mora, pág. 10, México, 2004.
[21] Schiavi, M., El poder sindical en la Argentina peronista (1946-1955). Págs.
3-29. Imago Mundi, Buenos Aires, 2013.
[22] Torre J. C., La vieja guardia sindical y
Perón. Ediciones ryr, Buenos Aires, 2011. Torre J. C., Interpretando
(una vez más) los orígenes del peronismo. Desarrollo Económico Vol. 28,
No. 112, págs. 525-548, enero-marzo de 1989. Doyon, L., El crecimiento sindical bajo el
peronismo. Desarrollo Económico Vol. 15, No. 57, págs. 151-161, junio
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de un vínculo perdurable. Siglo XXI, Buenos Aires, 2005.
[23] Contreras, G., ¿Apéndice estatal? La CGT durante el primer
gobierno peronista: funcionamiento institucional y proyecciones políticas,
en Acha, O. y Quiroga, N., Historia
del asociacionismo en la Argentina del siglo XX, Buenos Aires,
Editorial Prometeo Libros, 2014.
[24] Prol M., loc. cit.
[25] Ceruso, D. y
Schiavi, M., La organización obrera de base en una época en transición: las
comisiones internas en los orígenes del peronismo (1936-1947). El caso
de los textiles y los metalúrgicos.” en Ciclos
en la historia, la economía y la sociedad. nº 38/39, 2011.
[26] James, D., Racionalización y respuesta de la clase
obrera: contexto y limitaciones de la actividad gremial en la Argentina en Desarrollo Económico vol. 21, n°83
octubre-diciembre de 1981.
[27] Ferraro, N. y Schiavi, M., El
conflicto metalúrgico de 1956: nuevas fuentes para su análisis.
Ponencia presentada en VI Jornadas de Sociología de la
UNLP, 2010.
[28] James, D., Racionalización
y respuesta de la clase obrera: contexto y limitaciones de la actividad gremial
en la Argentina. Desarrollo Económico, v. 21, No 83, págs. 321-349, octubre-diciembre de 1981.
[30] Ibíd.
[31] Iñigo Carrera, N., La
estrategia de la clase obrera, 1936. Imago Mundi, Buenos Aires, 2014.
Bibliografía
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