sábado, 12 de noviembre de 2011

Un pueblo inalcanzable. El proyecto y sus desmesuras en los orígenes de la Nación

De breve vida pública pero suficientemente intensa como para dejar un legado, miembro promisorio de la minoría ilustrada llamada a guiar al resto por el "camino de la virtud y la moral republicana"[1], Mariano Moreno ha dejado su huella en la Revolución. 
Desde una concepción elitista y tutelar de la sociedad,  su esfuerzo combinó  transformación con pedagogía revolucionaria: "EDUCAR AL SOBERANO". En esta perspectiva, el Decreto de Supresión de Honores  redactado en plena coyuntura revolucionaria devuelve nuevos sentidos.
De  matriz  netamente  roussoniana, el Decreto llama al ilustrado a cumplir su papel en la historia. Es el “ingeniero de la maquina”  encargado de llevar las aspiraciones de igualdad  y libertad hacia formas legislativas trascendentes, preservando  la voluntad general. La revolución había transformado a Moreno  en revolucionario pero también le dio corta vida. Siendo un derrotado político y apartado, llevó hasta el final su tarea legislativa redactando el Decreto, estableciéndose en la expresión más concreta de un proyecto que buscaba borrar de cuajo los preceptos coloniales, implantando mecánicamente la  “igualdad  absoluta” en  la vida pública del Río de la Plata de 1810, evaporando todo atisbo de privilegios y el culto a los honores. La transformación para Moreno debía abrirse paso sin ninguna transición, no podía haber más que inmediatez en el pasaje de la sociedad barroca hacia la moderna fundamentada en la virtud, elemento sustancial de la civitas.
Ahora bien, ¿qué es el pueblo para Moreno? ¿Es aliado u objeto de su política? Dilemas e indefiniciones que arrastra desde sus orígenes el ideario revolucionario.  En su escrito  se tensionan dos nociones de pueblo, por un lado,  el que toma a la razón como guía en su camino hacia la libertad e igualdad,  por otro, la multitud dominada que se deja confundir por la imagen  y el simulacro en manos de sus líderes. Para muchos, El Decreto dejaba explicita la puja  que emerge como constante en la cultura política nacional.  
Lejos de la pulcritud con que se suelen narrar las ideas, la realidad se vive con densidad y contradicciones. En lugar del pueblo virtuoso objeto de su política, Moreno encontró una masa sojuzgada por los títulos y el prestigio. El Decreto es fruto de esta irresoluble contradicción, sin embargo en momentos donde ya se había consumado su derrota frente al saavedrismo, aparece pretendiendo ser un primer mojón de  gran  poder pedagógico para quienes se vieran en transitando el sinuoso sendero de la Revolución.
¿Es posible eliminar de un cuerpo social su ritualidad por completo? Aunque ese primer Moreno de En representación de los hacendados de 1809 ha quedado atrás y la revolución lo haya empujado hacia un ideario radical, su tarea  quedó a mitad de camino. Su voluntad de extirpar la ritualidad  del Antiguo Régimen quedó aislada por una sociedad aún dispuesta a asegurar ciertas supervivencias. Habrá que esperar  a la Asamblea del Año XIII para que el proyecto morenista cobre materialidad y comience a dibujar contornos de igualdad y de nueva simbología sobre un tapiz de resabios tradicionales.
Son escasos los elementos que le atribuyen la autoría del Plan de Operaciones. A pesar del manto de dudas que cubren los origines de este documento, muchas de sus argumentaciones proyectan su universo mental siguiendo los mismos lineamientos que el Decreto.  Entonces  Robespierre y el  terror se envisten como marco referencial legitimo para establecer un rumbo a la revolución rioplatense. No hay aquí guillotinas pero si fusiles para expiar los espectros que se aferran ya como derruidos lastres e impiden el parto de la Nación, “los cimientos de una nueva república nunca se han cimentado sino con el rigor el castigo, mezclado con la sangre derramada de todos aquellos miembros que pudieran impedir sus progresos”.[2] ¿Otra invariable de la historia nacional?
El Contrato Social irrumpe en el Río de la Plata, no con la profundidad intelectual con que el philosophe supo pensarlo pero si con la suficiente presencia como para ser el farol de proa en el torbellino morenista. Así, estos hombres que años atrás discutían las ideas ilustradas de la forma inmaculada que lo hacen los catedráticos en sus claustros, comenzaron a rezar sus palabras con un fanatismo desbordante: la fe revolucionaria “…si el interés privado se prefiere al bien general, el noble  sacudimiento de una nación es la fuente más fecunda de todos los excesos y del trastorno del orden social;[3],  su mandato pedagógico  “… los pueblos nunca saben, ni ven, sino lo que se les enseña y muestra, ni oyen más que lo que se les dice”.[4] y el peligro de no tomar la tarea en forma expeditiva e implacable  “… una nueva orden, un mero mandato de los antiguos mandones, ha sido suficiente para manejar miles de hombres, como una máquina que compuesta de inmensas partes, con el toque de un solo resorte tiene a todos en un continuo movimiento, haciendo ejercer a cada una sus funciones para que fue destinada”.[5]
Las circunstancias políticas privaron a los morenistas de ser la vanguardia dentro de la dirección revolucionaria. Para quienes pudieron sortear los reveses les esperaba una desgracia aún peor que el ostracismo político. Aquel pueblo deseado parecía inalcanzable. Se mostraba inmune a los sentidos del zoon politikon empujando a la crisis y el conflicto interno a aquellos que habían soñado su transformación. ¿Cómo hacer prosperar las nuevas ideas en un mundo tan ajeno a ellas? ¿De qué forma hacer confluir estos dos mundos tan distantes? En estos interrogantes irresueltos quedaron las derivas somatizadas de un Juan José Castelli el "orador de la Revolución" acogido por la muerte provocada por su cáncer de lengua mientras era enjuiciado por el Primer Triunvirato o el desaliento de Manuel Belgrano y sus aspiraciones monárquicas expresadas en el Congreso de Tucumán.
En definitiva, si la  Revolución puso en evidencia al pueblo, también lo ha colocado en una relación de tensión con la dirigencia ilustrada. ¿Nacía en estos hombres contrariados la dicotomía que  Sarmiento creyó instalada tres décadas después?
Setenta años más tarde la misma espada que dio pertenencia a esa multitud haciendola participe de la historia, se volvió en su contra. No había lugar para indefiniciones en las nuevas tierras del progreso.



[1]Terán, O., Mariano Moreno. Pensar la revolución de Mayo, en Historia de las ideas en la Argentina. Diez lecciones iniciales, 1818-1980, Siglo XXI, Buenos Aires, 2008.
[2] Moreno, M., Plan de Revolucionario de Operaciones (selección) pág. 282, Biblioteca Nacional, Buenos Aires, 2007.
[3] Ibídem pág. 276.
[4] Ibídem pág. 280.
[5] Ibídem pág. 258.

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