LA CAUSA
REMOTA
En 1517
el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban
en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador
Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos
de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo
debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el
pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también
oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los
quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos
millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la
admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la
Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por
Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita
de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero,
el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la
serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del
papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y
magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.
EL LUGAR
El Padre de las Aguas, el Mississippi, el río
más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla.
(Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando
de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del
Inca Atahualpa enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por
sepultura sus aguas.) El Mississippi es río de pecho ancho; es un infinito y
oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río
de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan
anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y
antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos
crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución y donde los
laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y
la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura del Arkansas y del Ohio,
se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres
escuálidos, propensos a la fiebre, que miran con avidez las piedras y el
hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.
LOS HOMBRES
A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa. A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán. Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.
LOS HOMBRES
A principios del siglo XIX (la fecha que nos interesa) las vastas plantaciones de algodón que había en las orillas eran trabajadas por negros, de sol a sol. Dormían en cabañas de madera, sobre el piso de tierra. Fuera de la relación madre-hijo, los parentescos eran convencionales y turbios. Nombres tenían, pero podían prescindir de apellidos. No sabían leer. Su enternecida voz de falsete canturreaba un inglés de lentas vocales. Trabajaban en filas, encorvados bajo el rebenque del capataz. Huían, y hombres de barba entera saltaban sobre hermosos caballos y los rastreaban fuertes perros de presa. A un sedimento de esperanzas bestiales y miedos africanos habían agregado las palabras de la Escritura: su fe por consiguiente era la de Cristo. Cantaban hondos y en montón: Go down Moses. El Mississippi les servía de magnífica imagen del sórdido Jordán. Los propietarios de esa tierra trabajadora y de esas negradas eran ociosos y ávidos caballeros de melena, que habitaban en largos caserones que miraban al río —siempre con un pórtico pseudo griego de pino blanco. Un buen esclavo les costaba mil dólares y no duraba mucho. Algunos cometían la ingratitud de enfermarse y morir. Había que sacar de esos inseguros el mayor rendimiento. Por eso los tenían en los campos desde el primer sol hasta el último; por eso requerían de las fincas una cosecha anual de algodón o tabaco o azúcar. La tierra, fatigada y manoseada por esa cultura impaciente, quedaba en pocos años exhausta: el desierto confuso y embarrado se metía en las plantaciones. En las chacras abandonadas, en los suburbios, en los cañaverales apretados y en los lodazales abyectos, vivían los poor whites, la canalla blanca. Eran pescadores, vagos cazadores, cuatreros. De los negros solían mendigar pedazos de comida robada y mantenían en su postración un orgullo: el de la sangre sin un tizne, sin mezcla. Lazarus Morell fue uno de ellos.
EL
HOMBRE
Los
daguerrotipos de Morell que suelen publicar las revistas americanas no son
auténticos. Esa carencia de genuinas efigies de hombre tan memorable y famoso,
no debe ser casual. Es verosímil suponer que Morell se negó a la placa bruñida;
esencialmente para no dejar inútiles rastros, de paso para alimentar su
misterio... Sabemos, sin embargo, que no fue agraciado de joven y que los ojos
demasiado cercanos y los labios lineales no predisponían en su favor. Los años,
luego, le confirieron esa peculiar majestad que tienen los canallas
encanecidos, los criminales venturosos e impunes. Era un caballero antiguo del
Sur, pese a la niñez miserable y a la vida afrentosa. No desconocía las
Escrituras y predicaba con singular convicción. "Yo lo vi a Lazarus Morell
en el púlpito —anota el dueño de una casa de juego en Baton Rouge, Luisiana—, y
escuché sus palabras edificantes y vi las lágrimas acudir a sus ojos. Yo sabía
que era un adúltero, un ladrón de negros y un asesino en la faz del Señor, pero
también mis ojos lloraron." Otro buen testimonio de esas efusiones
sagradas es el que suministra el propio Morell. "Abrí al azar la Biblia,
di con un conveniente versículo de San Pablo y prediqué una hora y veinte
minutos. Tampoco malgastaron ese tiempo Crenshaw y los compañeros, porque se
arrearon todos los caballos del auditorio. Los vendimos en el Estado de
Arkansas, salvo un colorado muy brioso que reservé para mi uso particular. A
Crenshaw le agradaba también, pero yo le hice ver que no le servía."
EL
MÉTODO
Los
caballos robados en un Estado y vendidos en otro fueron apenas una digresión en
la carrera delincuente de Morell, pero prefiguraron el método que ahora le
aseguraba su buen lugar en una Historia Universal de la Infamia. Este método es
único, no solamente por las circunstancias sui generis que lo determinaron,
sino por la abyección que requiere, por su fatal manejo de la esperanza y por
el desarrollo gradual, semejante a la atroz evolución de una pesadilla. Al
Capone y Bugs Moran operan con ilustres capitales y con ametralladoras serviles
en una gran ciudad, pero su negocio es vulgar. Se disputan un monopolio, eso es
todo... En cuanto a cifras de hombres, Morell llegó a comandar unos mil, todos
juramentados. Doscientos integraban el Consejo Alto, y éste promulgaba las
órdenes que los restantes ochocientos cumplían. El riesgo recaía en los subalternos.
En caso de rebelión, eran entregados a la justicia o arrojados al río
correntoso de aguas pesadas, con una segura piedra a los pies. Eran con
frecuencia mulatos. Su facinerosa misión era la siguiente: Recorrían —con algún
momentáneo lujo de anillos, para inspirar respeto— las vastas plantaciones del
Sur. Elegían un negro desdichado y le proponían la libertad. Le decían que
huyera de su patrón, para ser vendido por ellos una segunda vez, en alguna
finca distante. Le darían entonces un porcentaje del precio de su venta y lo
ayudarían a otra evasión. Lo conducirían después a un Estado libre. Dinero y
libertad, dólares resonantes de plata con libertad, ¿qué mejor tentación iban a
ofrecerle? El esclavo se atrevía a su primera fuga. El natural camino era el río.
Una canoa, la cala de un vapor, un lanchón, una gran balsa como el cielo con
una casilla en la punta o con elevadas carpas de lona; el lugar no importaba,
sino el saberse en movimiento, y seguro sobre el infatigable río... Lo vendían
en otra plantación. Huía otra vez a los cañaverales o a las barrancas. Entonces
los terribles bienhechores (de quienes empezaba ya a desconfiar) aducían gastos
oscuros y declaraban que tenían que venderlo una última vez. A su regreso le
darían el porcentaje de las dos ventas y la libertad. El hombre se dejaba
vender, trabajaba un tiempo y desafiaba en la última fuga el riesgo de los
perros de presa y de los azotes. Regresaba con sangre, con sudor, con
desesperación y con sueño.
LA LIBERTAD FINAL
Falta considerar el aspecto jurídico de estos
hechos. El negro no era puesto a la venta por los sicarios de Morell hasta que
el dueño primitivo no hubiera denunciado su fuga y ofrecido una recompensa a
quien lo encontrara. Cualquiera entonces lo podía retener, de suerte que su
venta ulterior era un abuso de confianza, no un robo. Recurrir a la justicia
civil era un gasto inútil, porque los daños no eran nunca pagados. Todo eso era
lo más tranquilizador, pero no para siempre. El negro podía hablar; el negro,
de puro agradecido o infeliz, era capaz de hablar. Unos jarros de whisky de
centeno en el prostíbulo de El Cairo, Illinois, donde el hijo de perra nacido
esclavo iría a malgastar esos pesos fuertes que ellos no tenían por qué darle,
y se le derramaba el secreto. En esos años, un Partido Abolicionista agitaba el
Norte, una turba de locos peligrosos que negaban la propiedad y predicaban la
liberación de los negros y los incitaban a huir. Morell no iba a dejarse
confundir con esos anarquistas. No era un yankee, era un hombre blanco del Sur
hijo y nieto de blancos, y esperaba retirarse de los negocios y ser un
caballero y tener sus leguas de algodonal y sus inclinadas filas de esclavos.
Con su experiencia, no estaba para riesgos inútiles. El prófugo esperaba la
libertad. Entonces los mulatos nebulosos de Lazarus Morell se transmitían una
orden que podía no pasar de una seña y lo libraban de la vista, del oído, del
tacto, del día, de la infamia, del tiempo, de los bienhechores, de la
misericordia, del aire, de los perros, del universo, de la esperanza, del sudor
y de él mismo. Un balazo, una puñalada baja o un golpe, y las tortugas y los
barbos del Mississippi recibían la última información.
LA CATÁSTROFE
Servido por hombres de confianza, el negocio
tenía que prosperar. A principios de 1834 unos setenta negros habían sido
"emancipados" ya por Morell, y otros se disponían a seguir a esos
precursores dichosos. La zona de operaciones era mayor y era necesario admitir
nuevos afiliados. Entre los que prestaron el juramento había un muchacho, Virgil
Stewart, de Arkansas, que se destacó muy pronto por su crueldad. Este muchacho
era sobrino de un caballero que había perdido muchos esclavos. En agosto de
1834 rompió su juramento y delató a Morell y a los otros. La casa de Morell en
Nueva Orleans fue cercada por la justicia. Morell, por una imprevisión o un
soborno, pudo escapar. Tres días pasaron. Morell estuvo escondido ese tiempo en
una casa antigua, de patios con enredaderas y estatuas, de la calle Toulouse.
Parece que se alimentaba muy poco y que solía recorrer descalzo las grandes
habitaciones oscuras, fumando pensativos cigarros. Por un esclavo de la casa
remitió dos cartas a la ciudad de Natchez y otra a Red River. El cuarto día
entraron en la casa tres hombres y se quedaron discutiendo con él hasta el
amanecer. El quinto, Morell se levantó cuando oscurecía y pidió una navaja y se
rasuró cuidadosamente la barba. Se vistió y salió. Atravesó con lenta serenidad
los suburbios del Norte. Ya en pleno campo, orillando las tierras bajas del
Mississippi, caminó más ligero. Su plan era de un coraje borracho. Era el de
aprovechar los últimos hombres que todavía le debían reverencia: los
serviciales negros del Sur. Éstos habían visto huir a sus compañeros y no los
habían visto volver. Creían, por consiguiente, en su libertad. El plan de
Morell era una sublevación total de los negros, la toma y el saqueo de Nueva
Orleans y la ocupación de su territorio. Morell, despeñado y casi deshecho por
la traición, meditaba una respuesta continental: una respuesta donde lo criminal
se exaltaba hasta la redención y la historia. Se dirigió con ese fin a Natchez,
donde era más profunda su fuerza. Copio su narración de ese viaje: "Caminé
cuatro días antes de conseguir un caballo. El quinto hice alto en un riachuelo
para abastecerme de agua y sestear. Yo estaba sentado en un leño, mirando el
camino andado esas horas, cuando vi acercarse un jinete en un caballo oscuro de
buena estampa. En cuanto lo avisté determiné quitarle el caballo. Me paré, le
apunté con una hermosa pistola de rotación y le di la orden de apear. La
ejecutó y yo tomé en la zurda las riendas y le mostré el riachuelo y le ordené
que fuera caminando delante. Caminó unas doscientas varas y se detuvo. Le
ordené que se desvistiera. Me dijo: 'Ya que está resuelto a matarme, déjeme
rezar antes de morir'. Le respondí que no tenía tiempo de oír sus oraciones.
Cayó de rodillas y le descerrajé un balazo en la nuca. Le abrí de un tajo el
vientre, le arranqué las vísceras y lo hundí en el riachuelo. Luego recorrí los
bolsillos y encontré cuatrocientos dólares con treinta y siete centavos y una
cantidad de papeles que no me demoré en revisar. Sus botas eran nuevas,
flamantes, y me quedaban bien. Las mías, que estaban muy gastadas, las hundí en
el riachuelo. »Así obtuve el caballo que precisaba, para entrar en
Natchez."
LA INTERRUPCIÓN
Morell capitaneando puebladas negras que
soñaban ahorcarlo, Morell ahorcado por ejércitos negros que soñaba capitanear
—me duele confesar que la historia del Mississippi no aprovechó esas
oportunidades suntuosas. Contrariamente a toda justicia poética (o simetría
poética) tampoco el río de sus crímenes fue su tumba. El dos de enero de 1835,
Lazarus Morell falleció de una congestión pulmonar en el hospital de Natchez,
donde se había hecho internar bajo el nombre de Silas Buckley. Un compañero de
la sala común lo reconoció. El dos y el cuatro, quisieron sublevarse los
esclavos de ciertas plantaciones, pero los reprimieron sin mayor efusión de
sangre.
Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia
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