Las
décadas finales del siglo XIX, abrieron las puertas de una modernidad propia
que conjugó deficiencias estructurales con la imitación y adaptación de
elementos foráneos. Bajo esa atmósfera caracterizada por la incorporación masiva de
elementos europeizantes, la inmigración planificada europea, destinada a
resolver los problemas de mano de obra y propagar las “formas civilizadas”,
trajo consigo consecuencias que escaparon al control de la elite dirigente e
inevitablemente confrontaron ciertos supuestos del proyecto modernizador.
Buenos
Aires fue el epicentro de lo que después avanzó sobre el resto del país. El
contacto entre el inmigrante y el criollo trajo consigo efectos culturales profundos.
Se inició un proceso por el que paulatinamente se iba imponiendo un nuevo tipo
social que adquirió características de conglomerado por su indefinición en las
relaciones entre sus partes y en las de su conjunto, que José Luís Romero
definió como aluvial[1].
Mientras que el conglomerado aluvial
se abría paso con fuerza vital, la Argentina criolla pasó engrosar la nostalgia
de algunos que la imaginaron como época dorada. Este cruce entre masa
inmigratoria y sociedad criolla imprimió en los sectores populares nuevas
formas caracterizadas por elementos autóctonos y cosmopolitas que, fusionados,
yuxtapuestos o en conflicto engendraron
una forma cultural híbrida que gradualmente tendería al equilibrio.
El
dramaturgo uruguayo Florencio Sánchez, agudo observador de su tiempo, trasladó
al teatro los destellos de esta realidad cambiante. La gringa [2]
narra el conflicto generado por el contacto entre lo aluvial y lo criollo, y sus
consecuencias en el paisaje rural de la provincia de Santa Fe. Mientras en él, la
vida criolla se va desmoronando, la posesión de la tierra, el mundo del trabajo
y las relaciones personales comienzan a adquirir otra fisonomía. El contacto
supone tensión, pero también influencias recíprocas que se manifiestan tanto en
el giro idiomático como en la cuestión generacional. A manera de metáfora de lo
real, los lazos familiares que un principio se van tornando cada vez más
inestables logran en el sainete una resolución a partir del equilibrio conseguido por la siguiente generación. De esta manera, iniciará un proceso de homogenización
basada en tres elementos que el melodrama recoge muy bien: la instrucción, el
trabajo y los lazos personales.
Aquella
elite comprometida con su ideal liberal no salió ilesa de tales
turbulencias. La fuerza de cambio rompió su homogeneidad abriendo una brecha en
su interior. Pronto surgieron en su seno hombres que se propusieron canalizar el
conflicto social a través de la apertura democrática, conciliando al liberalismo con política. Quedaron así definidas dos actitudes frente a los sectores populares:
represión o reformismo.
Fruto
de esa actitud reformista, en 1904, último año de la segunda presidencia de
Julio A. Roca, el Ministro del Interior Joaquín V. González, ante el creciente
grado de conflictividad que presentaban la clase trabajadora porteña, encargó
al médico y abogado laboralista catalán Juan Bialet Massé hacer un relevamiento
sobre el territorio nacional con el objetivo de generar una Ley Nacional de
Trabajo. La ley nunca llegará a ser sancionada, lo que confirma que el balance
de fuerzas dentro de la elite era todavía desfavorable hacia estas posturas. A
pesar de ello, la experiencia tomó estado público con el Informe sobre el estado de las clases obreras argentinas.[3]
El
Informe además de reconocer las
deplorables condiciones de trabajo, examina hábitos y pautas culturales. En
este sentido, lo que Bialet se propone demostrar es que la transformación de prácticas
productivas “atrasadas” no solo mejorará la condición de los trabajadores, si
no, y más trascendente aun, logrará niveles más eficientes de productividad. Lejos de Buenos Aires persistía otra realidad. El paisaje chaqueño puso
de manifiesto un escenario que la elite del centenario consideraba superado: el problema del indio. La incorporación de nuevas regiones productivas hizo que se visualice
una vez más lo que se consideraba “desierto”. De acuerdo con el capitulo 2, los grandes establecimientos de
producción chaqueños conforman un submundo despótico dentro de la republica.
Allí, el indio es el último eslabón de la cadena de explotación, blanco de continuos avasallamientos por causa de
la ausencia de la ley. Por otro lado, los mocovíes son descriptos como los
trabajadores más eficaces dentro de la provincia. “Civilización y barbarie” parecían ser en el Chaco fuerzas en pugna sin
distinción de razas. Sin apartarse de esta cosmovisión cultural eurocentrista, Bialet
pensó el problema en clave social otorgando un rol central al Estado, quien a
través de la instrucción, establecería la integración definitiva. Claro que
solo como mano de obra.
El
teatro de acontecimientos volvió a mostrar de nuevo el desbalance de
fuerzas dentro de la elite. Un año después de publicado el Informe, San Javier, provincia de Santa Fe, advirtió que la solución
volvería a estar dada por la espada.
Alcides
Greca narra en su film El último malón
[4]
la rebelión de los mocovíes y su desenlace. Con un profundo realismo que entrelaza
ficción con el género documental de corte etnográfico, el indio es representado
en su propia red de significados a través escenas dónde se describen hábitos,
costumbres y creencias. Este acercamiento al “otro” imprime al film una rol didáctico:
permite interpretar los hechos como fueron experimentados y superar la marca
ideológica de la época. El indio era parte de la vida cotidiana de San
Javier, pero como en tiempos coloniales, era la servidumbre de las casas de las
familias acomodadas[5]. No
significaba un problema en sí en tanto y en cuanto mantuviera su estado de
sumisión. La rebelión significó para la elite una regresión a la anterior etapa
de barbarie, algo que no se podía tomar livianamente, de allí el carácter ejemplar de la represión.
Mayo
de 1910 mostraría una Buenos Aires tan europea como cualquier capital del viejo
continente. A pesar de la creciente conflictividad social, la elite nunca se
sintió impedida de llevar a cabo los preparativos para su apoteosis de
“civilización y progreso”. Desde su creación, el Estado Nacional había dado impulso a
una serie de instrumentos destinados a integrar a la masa inmigrante, y así, acelerar
la homogeneización social. En este
sentido, el Centenario se inscribió dentro de los rituales involucrados en la
construcción de una identidad nacional.
Buena
parte de la población de la ciudad se movilizó en los festejos entonando el
Himno Nacional y portando símbolos patrios. Así, el civismo
manifestado por la mayoría de la ciudadanía confirmó la fortaleza y el éxito
del liberalismo nacional. Sin embargo, la
construcción identitaria supuso al mismo tiempo la exclusión de un “otro” aglutinado
en todo aquello “disolvente del orden”, como el elemento de clase y el
cosmopolitismo[6]. De esta forma, el conflicto de clase se yuxtapuso a la xenofobia y precipitó
al Estado a reforzar todo su aparato policial (1902 Ley de Residencia; 1910 con
la Ley de Defensa Social). Como acertadamente sintetizara David Viñas:
patologización, criminalización y punición.[7] La tensión producida por el desacomodamiento social fue humus
fértil para el crecimiento de la primer reacción nacionalista “aristocrática”. Desde la literatura, hombres como Manuel Gálvez recriminaron a su propia
clase el estado de “decadencia moral” en que se encontraba el país tras décadas
del modelo liberal burgués. Como se lee en los párrafos del El diario de Gabriel Quiroga[8],
cosmopolitismo es desnacionalización, y ante la indiferencia de la elite
dirigente la único vía posible es la violencia. La guerra (contra el
Brasil pero en especial la interna) “purifica” y da sentido de pertenencia, por eso se transforma en una empresa urgente. Por detrás de los preparativos de los
festejos se propagaron una cantidad de sucesos violentos ocasionados por
el “activismo” de “niños bien” portadores
de estos sentidos (incendio de “La Protesta” y asalto a “La Vanguardia”, destrucción
de bibliotecas judías o el incendio del Circo de Frank Brown en la calle
Florida)
Al mismo tiempo, el Centenario marcaría la crisis del ala
conservadora dentro de la elite dirigente. La ampliación del sufragio en 1912 y,
cuatro años más tarde, el triunfo de Hipólito Yrigoyen en las elecciones
presidenciales, posibilitó el ingreso a la vida política del país de los
sectores medios y populares. Sin embargo, la configuración del poder en la
Argentina no se modificaría. El periodo radical estuvo signado por un escaso
reformismo en lo social y la continuidad de la conflictividad social. El conservadurismo
“cerró filas” y completó su pasaje hacia una oligarquía. Percibió como los
sectores populares comenzaron a ocupar espacios en cuanto a lo político, lo
cultural y lo social, antes reservados para sí. Las fisuras del orden de la ciudad liberal tensionó su relación con el
gobierno, amenazada por “invasión” y la “mezcla”, comenzó a anhelar la tan
ansiada hora de “la espada” que finalmente
llegaría en 1930.
La realidad se presentó con una densidad que excedió la pulcritud de las
ideas. El proyecto liberal precipitó procesos complejos que la elite todavía no
estaba dispuesta a querer comprender en su total dimensión. Comprometida con el
imaginario de la época, continuó midiendo los sucesos con el prisma del
progreso indefinido. En
términos gramscianos, el Centenario se presentó como un proyecto
cultural hegemónico, incesantemente recreado y defendido, pero al mismo tiempo resistido, limitado, alterado y desafiado.[9]
Si se definieron mecanismos de producción simbólica que involucraron procesos
constitutivos de identidad-alteridad, reafirmando un “nosotros” y desplazando al
“otro”, si el pueblo fue la realidad deseada
expresada por aquella ciudadanía movilizada en los festejos conviviendo con la
“desafiante barbarie” encarnada por el cosmopolitismo y los resabios de épocas
anteriores que se creían superados, los primeros avances de la Argentina aluvial comenzarían a agrietar las bases de tal hegemonía.
[1] Romero, José
Luís, Las ideas políticas en Argentina.
Parte tercera: La era aluvial. Fondo
de cultura Económica, México, 1959.
[2] Sánchez, F., La gringa. Primera edición 1904.
[3] Bialet Massé, J., Informe sobre el estado de las clases
obreras argentinas. Tomo 1 capítulo 2: El
territorio nacional de Chaco. El indio. Primera edición 1904.
[4] El último malón (1918) Dir. Alcides Greca. Argentina.
[5] Diario Crítica, 1924, en Greca, V., “El último malón”. Una aproximación a las relaciones interétnicas a partir
del levantamiento del pueblo mocoví de San Javier en 1905, en base a la obra de
Alcides Greca.
[6] Devoto, F., Imágenes del Centenario de 1910.
Nacionalismo y república. En Nun, J., compilador: Debates de mayo. Nación, Cultura y política. Editorial Gedisa,
Buenos Aires, 2005.
[7] Viñas, D., Literatura argentina y
política. Tomo II De Lugones a Walsh págs. 89-94.
Santiago Arcos Editor, Buenos Aires, 2005.
[8]
Gálvez, M., El diario de Gabriel Quiroga.
Opiniones sobre la vida argentina. Taurus, Buenos Aires, 2001.
[9]
Williams, R., Marxismo y Literatura
págs. 129-136. Ediciones Península, Barcelona, 1997.
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