domingo, 6 de diciembre de 2015

¿Qué clase(s) de batalla es la “batalla cultural”?


Por Eduardo Grüner *

1 Hace algunos días, María Pía López publicó en este diario un muy interesante artículo titulado “Batallas y hegemonías”. Puesto que en él menciona elogiosamente un trabajo mío sobre Gramsci y Bajtin –generosidad poco común que le agradezco–, no deja de provocarme cierta incomodidad hacer a mi vez el elogio de su texto. No vacilo, sin embargo, en “distraerme” momentáneamente de ese pudor, para decir muy en serio que se trata probablemente de un artículo que (ojalá) va a dar mucho que hablar. En primer lugar, porque revela una encomiable voluntad de “apertura” y de pensamiento crítico dirigido no solo al adversario, sino como reflexión honesta sobre el propio lado, sin “limar la criticidad de lo que incluye”, para usar sus propias palabras, y de esa manera propone empezar a quebrar la inercia de un “sentido común” (concepto gramsciano si los hay), y ciertamente “hegemónico”, que pretende que la sociedad argentina de hoy está dividida en dos bloques nítidamente delimitados por la adhesión u oposición incondicionales e in toto a un gobierno. Los señalamientos a propósito de la muestra del Palais de Glace sobre el “pensamiento nacional” no son, en efecto, anecdóticos: incluir nombres filosófica e ideológicamente tan diferentes entre sí como Borges, Viñas, Rozitchner, Astrada, etcétera, supone pensar la cultura nacional no como un monumento monolítico sin fisuras (ése fue el problema del “revisionismo histórico” tradicional: se limitó a invertir de manera simétrica y especular el “panteón de los héroes” mitrista, de modo semejante a como Lugones –y de esto María Pía sabe mucho más que yo– transformó a Martín Fierro en el Gaucho de Mármol alegórico de una argentinidad abstracta), sino como un espacio en movimiento, atravesado por conflictos y tensiones que redefinen permanentemente los propios límites de ese espacio y las lógicas con las cuales pensarlo. Comparto enfáticamente (aunque quizá, sospecho, por razones no exactamente iguales, de modo que no se la puede hacer responsable a ella por lo que pienso yo) el fastidio con la expresión “batalla cultural”. Es un sintagma que sugiere que la cultura es una suerte de uniformidad armónica y unitaria, donde cada tanto (¿en años electorales, por ejemplo?) emerge la “anomalía” de un conflicto de intereses actuado simbólica e ideológicamente. Mi visión es otra: aún si se quiere seguir usando esas palabras, no hay tal (ocasional) “batalla cultural”, sino que la cultura es, por definición, un campo de batalla perpetuo; y donde, al revés, son los momentos de aparente “paz” los que deben considerarse “anomalías” producidas por la “hegemonía” del pensamiento dominante, que –como habría dicho Adorno– siempre pretende presentar la realidad (social, cultural, política) como reconciliada, o al menos potencialmente reconciliable. Para este pensamiento “hegemónico”, por ejemplo, los “problemas” de un sistema injusto y expoliador (pongamos el del sociometabolismo del Capital, como lo denomina Istvan Mészaros) son “defectos” que al sistema le “falta” subsanar mediante la “profundización” de medidas compensatorias. Esto es exactamente lo que –entre tantos otros– Gramsci o Bajtin, cada uno a su modo, vienen a discutir. Vamos a la cuestión.


2 Antonio Gramsci y Mijail Bajtin son dos pensadores (y militantes) de izquierda extraordinarios que, aproximadamente en la misma época –entre las décadas de 1920 y 1930–, tuvieron que sufrir durísimo castigo por su práctica teórica y política, el primero en la cárcel fascista, el segundo en los gulags del estalinismo (ambos, curiosamente, tuvieron una extraña relación con el papel en que escribían: Gramsci hacía salir sus Cuadernos de la Cárcel en rollos de papel higiénico, Bajtin quemó buena parte de su obra para calentarse en las gélidas noches siberianas; ¿no es una descomunal metáfora de la materialidad conflictiva de la cultura?). Su valor indiscutible es el de haber enriquecido y complejizado la teoría marxista “ablandando” las rigideces del esquema “base económica / superestructura” para mostrar que la cultura (incluyendo la literatura y el arte, y empezando por la propia lengua que se habla) es ella misma un escenario “básico” de las relaciones sociales y políticas de poder. Tiene toda la razón María Pía López al recordarnos que, en este contexto, un “régimen de creencias que es, precisamente, el de la hegemonía (...) nos remite al orden de las clases”. Y aún habría que agregar más: con todo su estimulante “ablandamiento” de los mecanicismos del marxismo vulgar, ni Gramsci ni Bajtin renunciaron jamás al punto de apoyo de la lucha de clases para entender la cultura (Gramsci, incluso, no abandonó jamás la perspectiva futura de una “dictadura del proletariado”). Se puede aceptar o no ese punto de apoyo, pero convengamos en que partiendo de él como lo hacen los autores de marras, se torna problemática la afirmación de que “éstas (las clases) confluyen aceptando aquello que no proviene de sus propias filas”, y que “(la de hegemonía) es noción que articula el conflicto y la conciliación”. Pero, “conflicto” y “conciliación” no son elementos preexistentes que pueden “articularse” en una “tercera posición” entre ambos, porque son inconmensurables: no pertenecen al mismo “territorio” teórico, ideológico, político. La mejor prueba de ello es que, aun a riesgo de simplificar un tanto, se puede perfectamente decir que las grandes teorías sociológicas y políticas, desde Platón hasta hoy, se dividen inconciliablemente entre las que piensan la sociedad y la política como “articuladas” por la lógica del conflicto o la de la conciliación. Por supuesto que en toda sociedad hay etapas de conciliación (entre clases) o de pactos (entre adversarios antagónicos); pero justamente son el efecto de una relación de fuerzas ganadas o perdidas en el conflicto. Si partimos –como lo hacen Gramsci y Bajtin– de que es el conflicto (entre las clases, con sus respectivas alianzas con fracciones de otras clases, etc.) el concepto “articulador”, la conciliación se subordina al desarrollo del conflicto (“empate hegemónico”, etc., en Gramsci). Esa lógica obliga, más tarde o más temprano, a elegir el “bloque” (de clases / alianzas) que cada cual apoyará en el conflicto “estructural”.


3 La “aceptación de lo que no viene de las propias filas” es, pues, testimonio de la hegemonía del adversario (se entiende que estamos hablando de los “bloques” antagónicos: los individuos pueden aceptar o rechazar lo que les venga en gana). Con todas las mediaciones y complejidades correspondientes, la hegemonía tiene siempre una naturaleza de clase. Cuando Bajtin habla de “dialogismo”, no se refiere a ninguna “transparencia comunicativa” al estilo Habermas, sino –más bien al contrario– a un diálogo conflictivo entre “acentos” sociales contrapuestos, en el que cada bloque intenta, efectivamente, “apropiarse” de la palabra del otro, y su triunfo “hegemónico” consiste precisamente en el ocultamiento del conflicto: por ejemplo, cuando se dice que alguien habla “español”, ese enunciado inocente es el síntoma de una hegemonía ocultadora del conflicto entre diversas lenguas (castellano, vasco, catalán, aragonés, galaico-portugués, etc.) que, en su momento, fue barrido bajo la alfombra de la unificación lingüística por parte del Estado franquista. La hegemonía por la que aboga Gramsci no es entonces la del Estado (eso es, en el mejor de los casos, una forma de “revolución pasiva”), sino la de la construcción “nacional-popular” (son palabras del propio Gramsci) conducida por las masas trabajadoras y sus aliados independientemente del Estado y las clases dominantes. Esa construcción, que en una primera etapa es contrahegemónica, tiene que partir, obviamente, del “sentido común” realmente existente, que incluye “lo que no viene de las propias filas” (por eso la hegemonía la tiene el otro), pero lo hace para desarrollar su propia búsqueda de hegemonía. Lo mismo hace el Estado –y más en particular, un gobierno–: cuando acepta incluir en su proyecto demandas “que no vienen de sus propias filas” (¿es eso lo que está diciendo la autora?, ¿que el actual gobierno tuvo que aceptar demandas que no hubiera aceptado de haber sido mayor su hegemonía inicial?, es una hipótesis...) puede hacerlo porque las cree legítimas, o porque las va a utilizar para su propia construcción hegemónica, o por una combinación sui generis de ambas cosas (dar con la tecla correspondiente sería una buena manera de calificar a un gobierno). En todo caso, lo que no se puede suponer desde una perspectiva “gramsciana” es que el Estado planea en el cielo platónico, por encima del conflicto entre los bloques (de clases) de la sociedad. Para entender esto, entre otras cosas, sirve la noción gramsciana de “Estado ampliado”: el Estado incluye a la sociedad, y por lo tanto a sus conflictos, entre los cuales siempre termina tomando partido. Supongamos –es un decir– que la sociedad acepte que el centro de la “batalla cultural” está ocupado, no por el conflicto entre las clases, sino por dos contendientes llamados “Estado” y “Mercado”, como si en la sociedad capitalista el Estado nada tuviera que ver –y más aún, fuera el antagonista “irreconciliable”– con los resortes del poder económico. Si una sociedad cree eso, es porque hay, ciertamente, “hegemonía”, pero no precisamente la que desearía un Gramsci o un Bajtin.


4 En fin, permítaseme insistir en que –aunque mis propias conclusiones difieran en algunos puntos– el artículo de María Pía López es una bocanada de aire fresco en un clima de debate bastante enrarecido. Por suerte, no es lo único. A raíz del apoyo (con “reserva de crítica”, si puedo llamarlo así) que ha dado un número bastante impresionante de intelectuales, docentes y artistas a la conformación reciente del Frente de Izquierda, se viene produciendo entre muchos de ellos (o de nosotros) un muy rico debate que tampoco “lima la criticidad de lo que incluye”, con completa autonomía para criticar lo que se considere criticable de las ideas y prácticas de las izquierdas partidarias o no (las discusiones pueden leerse completas en el blog del Instituto de Pensamiento Socialista). Es decir: por un lado, intelectuales simpatizantes del Gobierno están dispuestos a hacer críticas sobre sus modos de construcción de hegemonía; por el otro, las duras izquierdas locales están dispuestas a escuchar críticas a sus propios modos políticos. ¿Será una muestra de aceptación de “lo que no viene de las propias filas”? De cualquier manera, como novedad, no es poca cosa.






* Sociólogo, profesor de Teoría Política (UBA).



http://www.pagina12.com.ar/diario/debates/32-169889-2011-06-11.html

martes, 28 de julio de 2015

Navegando sobre aguas turbulentas. Aproximaciones en torno a la burocracia sindical y los sindicatos en los albores del capitalismo organizado



En términos estratégicos podemos especular estableciendo que el origen del sindicalismo de negocios respondió a fines utilitarios. Es decir, formas organizativas nacidas desde el “instinto de preservación” que la cúpula dirigencia activó a partir del avance que la alianza conformada por un sector de la burguesía y el Estado acordaron sobre los trabajadores. El mismo tuvo como objetivo el aumento de la productividad estableciendo criterios racionales en el desarrollo del proceso productivo que significaron una desregulación de las condiciones de trabajo procurando su precarización y flexibilización. En estas condiciones, la salud de la organización sindical y de su grupo dirigente comenzó a depender del “martirio” de los trabajadores. La venta de servicios se estipuló en el único sostén del vínculo entre los dirigentes y una masa de afiliados  desmovilizados y cautivos del incipiente sistema. Básicamente, este mecanismo gravitó en el control que el sindicato comenzó a ejercer sobre las obras sociales que determinó una transferencia obligatoria de una fracción del salario. Este modelo que se consolidó en plena correspondencia con la lógica empresarial que iba impregnando a la sociedad y sus instituciones fomentaba la competencia entre las distintas obras sociales por sumar afiliados generando una selección de acuerdo a las leyes del mercado de aquellas más competentes, desde el aparente beneficio de la “libertad de opción” que gozan los trabajadores. A esto, debemos sumar que el proceso de desindustrialización instalado en la Argentina en las últimas tres décadas del siglo XX terminó justificando esta fuente de recursos desanclada de la producción. Al mismo tiempo, hizo modificar las relaciones de fuerza dentro de movimiento obrero, relegando a los sindicatos industriales de los lugares de peso para ser ocupados por los de servicios. La cúpula dirigencial evolucionó en este sentido. Este régimen del cual podemos rastrear sus orígenes en el vandorismo y la  regulación de asociaciones y de obras sociales formulada por la dictadura de Onganía[1], marco legal del sistema, no solo generó la posibilidad a las organizaciones de autofinanciarse por fuera de la esfera productiva, fomentó además  una vía de financiamiento a la política en forma de aportes a campañas de candidatos dispuestos a preservar el status quo. Con todo, el cuestionamiento que podamos hacerle a este mecanismo, cuanto menos infructuoso, no puede evitarnos observar que el mismo no es ajeno a la manera que la sustancialidad de los social adquiere dimensión institucional. Concretamente, la manera en que se reorganiza la sociedad y sus instituciones son construcciones que emanan de concepciones hegemónicas, y por lo tanto históricas.

domingo, 14 de junio de 2015

Favio y el Hilo de Ariadna

La vigencia de Crónica de un niño solo (1965) como lupa de nuestro tiempo sorprende y asusta. La realidad invita a volver sobre ella a partir de la identificación de huellas que conducen a un "nosotros" de manera inapelable. Reconocer un intertexto que se presenta ajeno pero que en su profunda densidad nos permite observar sentidos que se presentan iluminados en diferentes intensidades dentro de la cultura argentina.

Concebida en los sesenta, se distancia sustancialmente de aquellas películas filmadas durante el peronismo donde el contenido social del melodrama tenía un correlato con la justicia social y la integración a la política de la clase trabajadora. Leonardo Favio comienza a filmar diez años después a la caída de Perón, el contexto político y social ya no es el mismo como tampoco la relación que en adelante establecerá el Estado con los sectores que supo acoger. Es en la primer parte del film que quedan expresados los nuevos tiempo con total contundencia. La niñez de los desclasados, sujeto otrora privilegiado, es el cuerpo donde comienza a ejecutarse impiadosamente la “revancha”. En este sentido, el reformatorio donde transcurre sus días niños “olvidados” como Polín, se configura en un asfixiante y opresivo panóptico donde el vigilar y el castigar adquiere la forma de "linea de montaje" que delinea sus mentes y famélicos cuerpos "en serie".  
Crónica, como sucede con los films que componen la primer etapa de la producción de Favio, transita el camino iniciado por Leopoldo Torre Nilsson y su relectura estética de Robert Bresson y el neorrealismo italiano, donde los silencios de los personajes ocupan el mismo rango que  sus diálogos a la hora de expresar sentimientos y estados de ánimo, cuerpos que somatizan y adquierien mayor centralidad que la trama en la composición de la obra. Podríamos decir que esta fórmula cuajó bien con un relato que buscó reflejar el clima de autoritarismo y violencia que atravesó la década. 
Debemos volver a el reformatorio. Muros grises y desnudos, siniestros celadores “capangas”, anonimato y ausencia de símbolos oficiales en una entidad correccional estatal, sugieren la antesala de una mutación estatal que reformulará las condiciones de la vida pública. Las cosas parecieron presentarse claramente para Favio, solo es cuestión de ultimar algunos movimientos para que el “correctivo” se termine de ejecutar. Patrullaje y punición.  Diez años después, una vez eliminados los últimos resabios políticos de un tiempo que “no debió suceder”, la “anónima” máquina de vigilancia y castigo quedó discrecionalmente subordinada a la sed de venganza que recaía sobre los “cabeza negra”. 
Favio no anticipa lo que está por venir. Registra lo que vive y percibe el peligro que engendra su proyección. Espera y desea a través de los ojos de Polín un corte, un nuevo comienzo de los tiempos míticos, aunque más no sea sobre el martirio de los "desheradados" de su tiempo. Pero el proceso no se corrige y de manera irreversible adopta la eficacia de la maquina. Entonces  la despersonalización del exterminio; la tiniebla desbordante desde donde el poder inquisidor construye testigos que no dan testimonio, crónicas sin registros y lugares sin nombre; el ideal panóptico traspasando los muros y abarcando todo el entramado social a nivel molecular. Y ha sido tan profunda su raigambre que no obstante la distancia y el largo periplo de exorcismos realizados, no hemos podido todavía despojar del todo ese pesado lastre que nos acompaña hasta nuestros días. Aunque ya no de manera desprejuiciada como en las épocas de terror, siguen blandiendo con tenaz decisión toda un casta de “capangas” y su vocación “vigilante” para con la "bazofia" que la milicada no ha podido eliminar y que continua reproduciéndose en los márgenes de la “civilización” exponencialmente. 

Por eso la mirada que nos hecha Polín sigue incomodando hasta la medula y nos empuja a pensar la vigencia de formas destructivas que componen la cultura argentina. Esa compleja polisemia de un ethos autoritario en el que confluyen elementos clasistas, racialistas y de género.

Crónica de un niño solo (1965)

La revolución desde el inframundo

Arlt, el cronista sin tiempo

Hoy comienza la serie de treinta episodios que adapta las dos novelas del autor de El juguete rabioso, dirigida por Fernando Spiner y Ana Piterbarg. La traslación de la prosa arltiana a guión televisivo estuvo a cargo de un equipo liderado por Ricardo Piglia. 
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/espectaculos/8-35313-2015-04-21.html



"(...) Pero ya que insinuamos las dos palabras que solicitan la atención del lector de este libro -política y locura- podríamos señalar el estado de la vorágine en que se hallan las ideas políticas, cuando por más contrapuestas que sean, se combinan entre sí. Y esta combinación ocurre no a través de sus enunciados literales, sino a través de equivalentes puntos de intensidad, que son transideológicos. Pero esta situación, que en Arlt se indica con las mascaradas del jeroglífico o el misterio de la autoridad, no concluye en una estrepitosa humorada sobre la insigne "ensalada rusa" entre fascismo y bolcheviquismo que postulaba el Astrólogo, sino en una no menos revulsiva idea del sueño. El choque de mundos ideológicos y políticos crea una vida de sueño"


Horacio González, Arlt. Política y locura


"Los siete locos y Los lanzallamas son textos de crisis. Plantean conflictos que no pueden resolverse sino por la violencia o el aniquilamiento. Situaciones sin salida, condenadas desde el principio. Todo lo que se haga simplemente las vuelve más intrincadas e irreversibles. Como sonámbulos (el sonambulismo es un estado que las novelas de Arlt evocan muchas veces), los personajes siguen una pista equivocada que los aleja cada vez más de aquello que, en algún momento, creyeron desear. Las suertes están jugadas de antemano y las novelas muestran lo inevitable. La angustia de Erdosain, ese sentimiento moderno que hace la modernidad de la ficción arltiana, es una cualidad objetiva. La angustia está en la naturaleza social de las cosas, un sentimiento hegemónico por el cual la subjetividad se carga con el conflicto irresoluble que ya ha sido jugado en la dimensión objetiva. En este sentido, las novelas de Arlt son «realistas»: ponen en escena las condiciones de las que nadie puede liberarse sin violencia. Arlt denuncia los límites de cualquier cambio que no sea radicalmente revolucionario, es decir, que no destruya las condiciones existentes. No importa cuál sea el sentido de ese cambio, lo que importa es que sea total. La ficción arltiana tiene un imaginario extremista, por eso abundan en ella los conspiradores, las sociedades secretas, los liderazgos carismáticos, la obediencia y la traición. Por eso la revolución resulta de una voluntad decidida, un grupo inquebrantable, una tecnología social y un mito movilizador. El Astrólogo: Sorel en el Río de la Plata."

Baetriz Sarlo, Roberto Arlt, excentrico


Los Siete Locos y Los Lanzallamas

martes, 9 de junio de 2015

“Nosotros” y los “otros”. La elite y los sectores populares en la Argentina del Centenario

Las décadas finales del siglo XIX, abrieron las puertas de una modernidad propia que conjugó deficiencias estructurales con la imitación y adaptación de elementos foráneos. Bajo esa atmósfera caracterizada por la incorporación masiva de elementos europeizantes, la inmigración planificada europea, destinada a resolver los problemas de mano de obra y propagar las “formas civilizadas”, trajo consigo consecuencias que escaparon al control de la elite dirigente e inevitablemente confrontaron ciertos supuestos del proyecto modernizador.
Buenos Aires fue el epicentro de lo que después avanzó sobre el resto del país. El contacto entre el inmigrante y el criollo trajo consigo efectos culturales profundos. Se inició un proceso por el que paulatinamente se iba imponiendo un nuevo tipo social que adquirió características de conglomerado por su indefinición en las relaciones entre sus partes y en las de su conjunto, que José Luís Romero definió como aluvial[1]. Mientras que el conglomerado aluvial se abría paso con fuerza vital, la Argentina criolla pasó engrosar la nostalgia de algunos que la imaginaron como época dorada. Este cruce entre masa inmigratoria y sociedad criolla imprimió en los sectores populares nuevas formas caracterizadas por elementos autóctonos y cosmopolitas que, fusionados, yuxtapuestos o en conflicto engendraron  una forma cultural híbrida que gradualmente tendería al equilibrio.

¿La historia de una infamia o la infamia de la historia? Desmesuras de la política y la condición humana

El atroz redentor Lazarus Morell

LA CAUSA REMOTA

En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas. A esa curiosa variación de un filántropo debemos infinitos hechos: los blues de Handy, el éxito logrado en París por el pintor doctor oriental D. Pedro Figari, la buena prosa cimarrona del también oriental D. Vicente Rossi, el tamaño mitológico de Abraham Lincoln, los quinientos mil muertos de la Guerra de Secesión, los tres mil trescientos millones gastados en pensiones militares, la estatua del imaginario Falucho, la admisión del verbo linchar en la décimotercera edición del Diccionario de la Academia, el impetuoso film Aleluya, la fornida carga a la bayoneta llevada por Soler al frente de sus Pardos y Morenos en el Cerrito, la gracia de la señorita de Tal, el moreno que asesinó Martín Fierro, la deplorable rumba El Manisero, el napoleonismo arrestado y encalabozado de Toussaint Louverture, la cruz y la serpiente en Haití, la sangre de las cabras degolladas por el machete del papaloi, la habanera madre del tango, el candombe. Además: la culpable y magnífica existencia del atroz redentor Lazarus Morell.

sábado, 30 de mayo de 2015

Una Evita para nuestros marginales

Evita vive

1. 

Conocí a Evita en un hotel del bajo, ¡hace ya tantos años! Yo vivía, bueno, vivía, estaba con un marinero negro que me había levantado yirando por el puerto. Esa noche, recuerdo, era verano, febrero quizás, hacía mucho calor. Yo trabajaba en un bar nocturno, atendiendo la caja hasta las tres de la mañana. Pero esa noche justo me peleé, con la Lelé, ay la Lelé, una marica envidiosa que me quería sacar todos los tipos. Estábamos agarrándonos de las mechas detrás del mostrador y justo apareció el patrón: "Tres días de suspensión, por bochinchera". Qué me importaba, rapidito me volví para la pieza, abro... y me la encuentro a ella, con el negro. Claro, en el primer momento me indigné, además ya venía engranada de pelearme con la otra y casi me le tiro encima sin mirarla siquiera, pero el negro –dulcísimo– me dirigió una mirada toda sensual y me dijo algo así como: "Veníte que para vos también alcanza". Bueno, en realidad, no mentía, con el negro era yo la que abandonaba por cansancio, pero en el primer momento, qué sé yo, los celos, el hogar, la cosa que le dije: "Bueno, está bien, pero ésta ¿quién es?".